El mundo tiene necesidad de hombres y mujeres no cerrados, sino llenos de Espíritu Santo. El estar cerrados al Espíritu Santo no es solamente falta de libertad, sino también pecado. Existen muchos modos de cerrarse al Espíritu Santo.
En el egoísmo del propio interés, en el legalismo rígido – como la actitud de los doctores de la ley que Jesús llama hipócritas -, en la falta de memoria de todo aquello que Jesús ha enseñado, en el vivir la vida cristiana no como servicio sino como interés personal, entre otras cosas.
En cambio, el mundo tiene necesidad del valor, de la esperanza, de la fe y de la perseverancia de los discípulos de Cristo.
El mundo necesita los frutos, los dones del Espíritu Santo, como enumera san Pablo: «amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí» (Ga 5, 22).
El don del Espíritu Santo ha sido dado en abundancia a la Iglesia y a cada uno de nosotros, para que podamos vivir con fe genuina y caridad operante, para que podamos difundir la semilla de la reconciliación y de la paz. Reforzados por el Espíritu Santo –que guía, nos guía a la verdad, que nos renueva a nosotros y a toda la tierra, y que nos da los frutos– reforzados en el espíritu y por estos múltiples dones, llegamos a ser capaces de luchar, sin concesión alguna, contra el pecado, de luchar, sin concesión alguna, contra la corrupción que, día tras día, se extiende cada vez más en el mundo, y de dedicarnos con paciente perseverancia a las obras de la justicia y de la paz.