365 DIAS CON EL PADRE PIO MES DE MARZO

1 de marzo

Toda falta, aun mínima, que cometo, es para el alma una espada de dolor que le traspasa
el corazón. En ciertos momentos me veo empujado a exclamar como el Apóstol, si bien,
¡ay de mí!, no con la misma perfección: «Ya no soy yo quien vive», pues siento que hay
alguien en mí.
Otro efecto de esta gracia es que mi vida se está convirtiendo en un cruel martirio; y
sólo encuentro consuelo al resignarme a vivir por amor de Jesús; aunque, ¡ay de mí!,
padre mío, también en este consuelo la pena que siento en ciertos momentos es
insoportable, porque el alma querría que la vida entera estuviera sembrada de cruces y de
persecución.
Los mismos actos naturales, como serían el comer, el beber, el dormir son para mí
muy penosos. El alma, en este estado, gime porque las horas transcurren muy lentas para
ella. Al término de cada jornada, se siente como aligerada de un grave peso y muy
aliviada; pero al momento vuelve a recaer en una profunda tristeza, al pensar que le
quedan muchos días de destierro; y es precisamente en esos momentos cuando el alma
quiere gritar: «¡Oh vida, qué cruel eres para mí!, ¡qué larga eres! ¡Oh vida, que ya no
eres vida para mí sino tormento! ¡Oh muerte, no sé quién puede tenerte miedo, ya que
por ti se nos abre la vida!».
Antes de que el Señor me favoreciera con esta gracia, el dolor de mis pecados, la pena
que sentía al ver al Señor tan ofendido, la plenitud de los afectos que sentía por Dios no
eran tan intensos como para hacerme salir de mí mismo y, a veces, pareciéndome
insoportable este dolor, me llevaban a desahogarme con gritos agudísimos, sin poder
contenerme. Pero después de esta gracia, el dolor se ha hecho aún más agudo, hasta
parecerme que el corazón salta de un lado a otro.
Ahora me parece que comprendo cuán duro fue el martirio de nuestra queridísima
Madre, cosa que antes no me había sido posible. ¡Oh, si los hombres pudieran
comprender este martirio! ¿Quién lograra sufrir con nuestra tan querida corredentora?
¿Quién le negaría el bellísimo título de «reina de los mártires»?
(7 de julio de 1913, al P. Benedetto
da San Marco in Lamis, Ep. I, 381)

2 de marzo

Mi queridísimo padre, querría por un momento abrirle mi interior para hacerle ver la llaga
que el dulcísimo Jesús ha abierto amorosamente en mi corazón. Este, por fin, ha
encontrado un amante que se ha enamorado de él de tal forma que no sabe cómo
intensificar ese amor.
A este amante usted ya lo conoce. Es un amante que no se enfada nunca con quien le
ofende. Sin número es el número de sus misericordias, que mi corazón lleva consigo.
Este corazón reconoce no tener absolutamente nada de que gloriarse ante él. Él me ha
amado, ha querido preferirme a muchas criaturas.
Y cuando le pregunto qué he hecho para merecer tantos consuelos, él me sonríe y me
va repitiendo que a tan gran intercesor nada se le niega. Como recompensa me pide sólo
amor; pero, ¿no se lo debo por gratitud?
¡Oh, si pudiera, padre mío, alegrarle un poco, de la misma forma que él me alegra a
mí! Él de tal forma se ha enamorado de mi corazón que me hace arder de su fuego
divino, de su fuego de amor. ¿Qué es este fuego que me invade totalmente? Padre mío,
si Jesús nos hace tan felices en la tierra, ¿qué será en el cielo?
(3 de diciembre de 1912, al P. Agostino
da San Marco in Lamis, Ep. I, 316)

3 de marzo

A veces me pregunto si habrá almas que no sientan arder el pecho con el fuego divino,
especialmente cuando se encuentran ante él, en el sacramento. Esto me parece imposible,
sobre todo si se trata de un sacerdote, de un religioso. Quizá las almas que afirman que
no sienten este fuego no lo sienten porque tal vez su corazón es más grande. Sólo con
esta benigna interpretación me es posible no aplicarles el vergonzoso calificativo de
mentirosos.
Hay momentos en que se me presenta a la mente la severidad de Jesús, y es entonces
cuando sufro amargamente; me pongo a considerar sus bromas y esto me llena de gozo.
No puedo no abandonarme a esta dulzura, a esta felicidad… ¿Qué es, padre mío, lo que
siento? Tengo tanta confianza en Jesús que, incluso si viera el infierno abierto ante mí y
me encontrara a la orilla del abismo, no desconfiaría, no me desesperaría, confiaría en él.
Tal es la confianza que me inspira su mansedumbre. Cuando me pongo a considerar
las grandes batallas contra el demonio que, con la ayuda divina, he superado, son tantas
que no es posible contarlas.
¡Quién sabe cuántas veces mi fe habría vacilado y mi esperanza y mi caridad se
habrían debilitado, si él no me hubiera tendido la mano; y mi intelecto se habría
oscurecido, si Jesús, sol eterno, no lo hubiera iluminado!
Reconozco también que soy del todo obra de su infinito amor. Nada me ha negado;
más aún, tengo que manifestar que me ha dado más de lo que le he pedido.
(3 de diciembre de 1912, al P. Agostino
da San Marco in Lamis, Ep. I, 316)

4 de marzo

Escuche, padre mío, los justos lamentos de nuestro dulcísimo Jesús: «¡Con cuánta
ingratitud es pagado mi amor por los hombres! Sería menos ofendido por ellos si los
hubiera amado menos. Mi Padre no quiere soportarlos más. Yo quisiera dejar de amarlos
pero… [y aquí Jesús guarda silencio y suspira; y después continúa] pero, ¡ay de mí!, ¡mi
corazón está hecho para amar! Los hombres ruines y perezosos no hacen ningún
esfuerzo por vencer las tentaciones; o, lo que es más grave, se deleitan en sus
iniquidades. Las almas más predilectas para mí, puestas en la prueba, me fallan; los
débiles se dejan llevar por el desánimo y la desesperación; los fuertes se van relajando
poco a poco
Me dejan en las iglesias solo de noche, solo de día. Ya no se preocupan del
sacramento del altar; no se habla nunca de este sacramento de amor; e incluso aquellos
que hablan de esto, ¡ay de mí!, con qué indiferencia, con qué frialdad lo hacen.
Mi corazón es olvidado; nadie se preocupa ya de mi amor; yo estoy siempre afligido.
Mi casa se ha convertido para muchos en un lugar de diversión; también para mis
ministros, que yo siempre he mirado con predilección, que he amado como a la pupila de
mis ojos; ellos deberían confortar mi corazón lleno de amarguras; ellos deberían
ayudarme en la redención de las almas. En cambio, ¿quién lo creería?, de ellos debo
recibir ingratitudes y olvidos. Veo, hijo mío, a muchos de estos que… [aquí se calló, los
sollozos le cortaron la voz, lloró en secreto] que, bajo hipócritas apariencias, me
traicionan con comuniones sacrílegas, despreciando las luces y las fuerzas que
continuamente les regalo…».
Jesús continuó todavía lamentándose. Padre mío, ¡cómo me hace sufrir ver llorar a
Jesús! ¿Lo ha experimentado también usted?
«Hijo mío –continuó Jesús–, tengo necesidad de víctimas para calmar la ira justa y
divina de mi Padre; renuévame la ofrenda de todo tu ser, y hazlo sin reservarte nada».
El sacrificio de mi vida, padre mío, se lo he renovado; y, si siento en mí algún
sentimiento de tristeza, este tiene lugar al contemplar al Dios de los dolores.
Si le es posible, trate de encontrar almas que se ofrezcan al Señor en calidad de
víctimas por los pecadores. Jesús le ayudará.
(12 de marzo de 1913, al P. Agostino
da San Marco in Lamis, Ep. I, 341)

5 de marzo

Desearía decirle muchas cosas bellas, todas de Jesús; pero me doy cuenta de que esto
debe quedar en un piadoso deseo, porque las fuerzas, que desde hace algunos días siento
que se debilitan, no me lo permiten. Pero, ¡Jesús sea bendito! Por su amor me contento
con lo estrictamente necesario.
Modere, querido padre, se lo suplico, sus ansiedades en lo que se refiere a su espíritu,
porque me parece que es una pérdida de tiempo en nuestro caminar hacia el cielo; y lo
que es peor, por muchas de estas ansiedades, que en sí mismas pueden ser santas, y por
nuestra fragilidad y por el azuzar insistente del demonio, todas nuestras bellas acciones,
permítaseme la expresión, quedan manchadas por un poco de falta de confianza en la
bondad de Dios.
Es sólo un sutilísimo hilo que tiene atrapado al espíritu, pero que le impide, y de
forma notable, remontar el vuelo en los caminos de la perfección y obrar con santa
libertad. Es una grave injuria que el alma hace a nuestro celestial Esposo; y, como
consecuencia, ¡ay de mí!, el dulcísimo Señor de cuántas gracias nos priva sólo porque la
puerta de nuestro corazón no le queda abierta con santa confianza. El alma, si no se
decide a salir de este estado, se atrae sobre sí muchos castigos.
No le parezca exagerada, querido padre, esta afirmación mía. Traigamos a la memoria
aquel inmenso pueblo de Dios en el desierto; por falta de confianza muy pocos llegaron a
poner el pie en la tierra prometida. Su propio jefe, quiero decir Moisés, por haber dudado
al golpear aquella piedra de donde debía salir agua para quitar la sed de aquel pueblo
sediento, fue gravemente castigado y no pisó la tierra prometida.
(17 de agosto de 1913, al P. Agostino
da San Marco in Lamis, Ep. I, 405)

6 de marzo

Siento el vivísimo deseo, sin que casi nunca piense yo en procurarlo, de pasar todos los
instantes de mi vida amando al Señor; quisiera estar estrechamente unido a Él por una de
sus manos y recorrer con alegría aquella vía dolorosa, en la que me ha puesto; pero lo
digo también con tristeza en el corazón, con confusión en el ánimo y con rubor en el
rostro, que mis deseos no se corresponden precisamente con la realidad.
Basta cualquier cosa para agitarme; basta que me olvide de las aseveraciones que
usted me hace para arrojarme en la más densa noche del espíritu, que me hace sufrir día
y noche. ¡Dios mío!, ¡padre mío!, ¡qué gran castigo me ha traído mi infidelidad del
pasado!
Querría que mi mente no pensara más que en Jesús, que el corazón no palpitara más
que por él sólo y siempre, y todo esto se lo prometo repetidamente a Jesús. Pero, ¡ay de
mí!, me doy perfecta cuenta de que la mente se olvida o, mejor dicho, se queda en la
durísima prueba, bajo la cual está el espíritu; y el corazón no hace otra cosa que
marchitarse en este dolor.
(6 de marzo de 1917, al P. Benedetto
da San Marco in Lamis, Ep. I, 872)

7 de marzo

Es verdad que todo está consagrado a Jesús y que todo lo intento sufrir por él. Pero no
logro convencerme de esto. De hecho me veo privado de esa luz; y esto es suficiente
para que me llene de miedo y de terror y crea que estoy bajo los rigores de la divina
justicia. Y, a mi modo de ver, lo que más me confirma en esta verdad es el ver que Dios
cada día es más excelso a los ojos de mi espíritu, el verlo cada día más lejano, y el ver
incluso que este Dios se va rodeando más y más de densas nubes.
Mi espíritu está siempre fijo en este objeto, que nunca se aparta de mi mente; y,
cuanto más fijo en él mi mirada, más me doy cuenta de que se va escondiendo en esta
nube, que es semejante a esos vapores que se levantan del suelo mojado cuando sale el
sol.
Por otra parte, el Padre celestial no cesa de hacerme partícipe de los dolores de su
unigénito Hijo, también físicamente. Estos dolores son tan agudos que no es posible ni
describirlos ni imaginarlos. Además, no sé si es falta de fortaleza o si hay culpa en ello
cuando, puesto en esta situación, sin querer, lloro como un niño.
Es para mí una prueba durísima no saber si, en eso que hago, agrado a Dios o le
ofendo. Muchas aseveraciones me han sido dadas en relación con esto; pero, ¡qué
quiere!, no se tienen ojos para ver. Y, además, el enemigo quiere meter siempre su cola
para arruinar todo. Va insinuando que tales aseveraciones no abarcan todas mis acciones
y mucho menos que son para siempre.
(6 de marzo de 1917, al P. Benedetto
da San Marco in Lamis, Ep. I, 872)

8 de marzo

Dios, Dios, no quiero, no, desesperarme; no quiero, no, injuriar a tu infinita bondad;
pero, no obstante todos los esfuerzos por confiar, siento en mí, vivo y claro, el oscuro
cuadro de tu abandono y tu rechazo.
Dios mío, yo confío, pero esta confianza está llena de temores; y es esto lo que hace
más amarga mi aflicción.
Oh, Dios mío, si yo pudiera convencerme, aunque mínimamente, de que este estado
no es un rechazo de tu parte y de que yo no te ofendo, estaría dispuesto a sufrir, y
centuplicado, este martirio.
Dios mío, Dios mío… ¡ten piedad de mí!
Padre mío, ayúdeme con sus oraciones y con las de otros. ¡Cómo querría no sentir
esta pena amarguísima! He dejado todo para agradar a Dios, y mil veces habría dado mi
vida para sellar mi amor por Él; y ahora, oh Dios, qué amargo me resulta experimentar
en lo íntimo del corazón que Él está irritado conmigo; y no puedo, no, encontrar paz en
mi desventura. Mi corazón tiende irresistiblemente y con todo su ímpetu hacia su Señor;
pero una mano de hierro me rechaza siempre… Figúrese un pobre náufrago, agarrado a
una tabla de salvación, a quien cada ola y cada ráfaga de viento amenazan con anegarlo.
O mejor, figúrese mi estado presente semejante al de un condenado a muerte, que
siente palpitar continuamente el corazón porque espera ser conducido al patíbulo de un
momento a otro. Y este estado me hace sufrir en la más oscura noche, cuando me
esfuerzo más que nunca por encontrar a mi Dios.
(20 de febrero de 1922, al P. Benedetto
da San Marco in Lamis, Ep. I, 1263)

9 de marzo

Anímate, mi queridísimo hijo; si tú no tienes suficiente oro ni incienso para ofrecer a
Jesús, tendrás al menos la mirra del sufrimiento; y me conforta saber que él lo acepta con
agrado, como si este fruto de vida lo quisiera unir a la mirra de su sufrimiento, tanto en
su nacimiento como en su muerte. Jesús glorificado es bello, pero me parece que lo es
mucho más crucificado.
Por tanto, hijito mío, prefiere estar en la cruz a estar al pie de la misma; prefiere
agonizar con Jesús en el huerto que compadecerlo, porque aquello te asemeja más al
divino Prototipo. ¿En qué circunstancia puedes hacer actos de unión inquebrantable de tu
corazón y de tu espíritu a la santa voluntad de Dios, de mortificación del yo y de amor
en tu crucifixión, si no es en los asaltos desabridos y rigurosos que te vienen de nuestros
enemigos?
Pero, mi queridísimo hijito, ¿no te he inculcado muchas veces que te despojes de todo
lo que no es Dios para revestirte de nuestro Señor crucificado? Ahora bien, es Dios el
que permite que tu corazón esté en la aridez y en la oscuridad; no es, pues, un castigo
sino un regalo. No te desanimes en el camino que estás recorriendo, porque todo es
agradable a Dios; y ya que tu corazón quiere serle siempre fiel, Él no pondrá en tus
hombros más peso del que puedes soportar, y llevará contigo la carga hasta que vea que
tú doblas de buen grado tus espaldas. (…)
Haz un particular ejercicio de dulzura y de sumisión a la voluntad de Dios, no sólo en
las cosas extraordinarias, sino también en aquellas pequeñas de cada día. Estos actos
hazlos no sólo por la mañana, también durante el día y por la noche, con un espíritu
tranquilo y gozoso; y, si te sucediera que no los haces, humíllate y sigue adelante. Ten
por seguro que aquí está tu pasión dominante.
(20 de enero de 1918, a fray Emmanuele
da San Marco La Catola, Ep. IV, 419)

10 de marzo

Es bueno aspirar a la más alta perfección cristiana, pero no hay que filosofar sobre ella,
sino sobre nuestra conversión y sobre nuestro progreso en la misma en los
acontecimientos diarios, dejando el éxito de nuestro deseo a la providencia de Dios y
abandonándonos en sus brazos de padre, como lo hace un chiquillo que, para crecer,
come cada día lo que le prepara su padre, confiando en que no le faltará el alimento en la
medida de su apetito y de su necesidad. (…)
Guárdate de los escrúpulos y de las inquietudes de conciencia; y ten calma absoluta en
lo que te dije de palabra, porque te lo dije en nuestro Señor. Permanece en la presencia
de Dios por los medios que te indiqué y que sabes.
Guárdate de la tristeza y de las inquietudes, porque no hay cosa que impida tanto
caminar hacia la perfección. Hijito mío, pon dulcemente tu corazón en las llagas de
nuestro Señor, pero no a fuerza de brazos. Ten una gran confianza en su misericordia y
bondad, que Él no te abandonará nunca; pero no dejes por eso de abrazar fuertemente su
santa cruz.
(20 de enero de 1918, a fray Emmanuele
da San Marco La Carola, Ep. IV, 419)

11 de marzo

¿Me será dada y otorgada por Jesús la gracia de al menos morir en el lugar adonde él,
con tanta bondad paterna, me llamó? Esta dulce esperanza me sostiene y me anima a
seguir viviendo.
Mientras tanto, ya que Jesús no ha querido que yo consagre a mi querida madre
provincia toda mi persona, me he ofrecido al Señor como víctima por todas las
necesidades espirituales de la misma, y esta ofrenda la voy repitiendo continuamente ante
el Señor. Estoy contento al poder ver que, al menos en parte, mi ofrenda ha sido
aceptada. Quiera el buen Jesús acogerla plenamente.
¿Qué decirle del actual estado de mi espíritu? La terrible crisis, a la que me referí en
mi carta anterior, va aumentando cada día más. En el momento presente, el alma está
encerrada en un cerco de hierro. Por una parte teme ofender a Dios en todo lo que hace,
y esto le provoca tanto terror que sólo puede ser equiparado a las penas de los
condenados.
Padre, no crea que en esta afirmación mía haya algo de exageración; la realidad es
exactamente esa. Una de estas noches, ante este pensamiento, me pareció que me moría.
El Señor me hizo probar todas las penas que sufren allá abajo los condenados.
Pero, por otra parte, lo que más me atormenta es que, en este tiempo, siento
agigantarse en mi alma el deseo de amar a Dios y de corresponder a sus beneficios.
(11 de marzo de 1915, al P. Benedetto
da San Marco in Lamis, Ep. I, 541)

12 de marzo

El Apóstol nos advierte: «Si vivimos según el Espíritu, caminemos según el Espíritu»,
casi como si quisiera decirnos para nuestra común edificación: ¿Queremos vivir
espiritualmente, es decir, movidos y guiados por el Espíritu Santo? Preocupémonos por
mortificar el espíritu propio, el cual nos infla, nos vuelve impetuosos, nos deseca; en
otras palabras, entreguémonos a reprimir la vanagloria, la ira y la envidia: tres espíritus
malignos que tienen esclavos a la mayor parte de los hombres. Estos tres espíritus
malignos son absolutamente contrarios al espíritu del Señor.
(23 de octubre de 1914, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 197)

13 de marzo

Déjate guiar amorosamente por la divina providencia, lo mismo quiera hacerte caminar a
ras de tierra y por desiertos, que por las aguas de los consuelos sensibles y espirituales.
Ten en la mano tu perfume; pero, si se presenta algún otro aroma delicioso, no dejes de
olerlo, dando gracias, porque el perfume se usa para no quedarse por mucho tiempo sin
algún consuelo y gozo espiritual.
Mantente firme en cualquier estado en que Jesús quiera ponerte para que tu corazón
sea totalmente para él, pues no hay cosa mejor que esa. Despójate, pues, a base de
continuas renuncias, de tus afectos terrenos, de todas las cosas que te tienen prisionera; y
ten por cierto que el rey del cielo te dará sus regalos para atraerte a su santo amor.
Veo en tu corazón una profunda resolución de querer servir a Dios; y esto me
garantiza que serás fiel en los ejercicios de piedad y en la práctica constante de lo que
lleva a la adquisición de las virtudes. Pero te advierto una cosa, que tú ciertamente no
ignoras. Cuando se sucedan las faltas por motivo de enfermedad, es necesario no
maravillarte por eso, sino que, después de detestar la ofensa que Dios recibe en ellas, es
necesario buscar una humildad gozosa, para descubrir y percatarnos de nuestra miseria.
(12 de enero de 1917, a
Erminia Gargani, Ep. III, 669)

14 de marzo

Confianza y amor, hijita mía, confianza y amor en la bondad de nuestro Dios. Tú sufres,
pero anímate, que tu sufrimiento es con Jesús y por Jesús; y no es un castigo sino una
prueba para tu salvación.
Convéncete, pues; yo te lo aseguro de parte del Señor: en tus dolores está Jesús, y
además en el centro de tu corazón; tú no estás separada ni lejos del amor de este Dios
tan bueno. Experimentas en ti la delicia del pensamiento de Dios; pero sufres aún al estar
lejos de poseerlo plenamente y al verlo ofendido por las criaturas desagradecidas. Pero
no puede ser de otro modo, hijita mía; quien ama, sufre; es la norma constante para el
alma que peregrina en esta tierra; el amor no plenamente satisfecho es un tormento, pero
tormento dulcísimo. Tú lo experimentas.
Continúa sin temor, hijita mía, envolviéndote en este misterio de amor y de dolor al
mismo tiempo, hasta que le plazca a Jesús. Este estado es siempre temporal; vendrá la
divina consolación, completa, irresistible. En este estado de aflicción, continúa, mi buena
hijita, rezando por todos, sobre todo por los pecadores, para reparar tantas ofensas como
se hacen al divino Corazón.
Me parece que tú un día te ofreciste víctima por los pecadores; Jesús escuchó tu
plegaria, aceptó tu ofrenda. Jesús te ha dado la gracia de soportar el sacrificio. Pues bien,
¡adelante todavía un poco más!; la recompensa no está lejos.
(9 de abril de 1918, a
Maria Gargani, Ep. III, 312)

15 de marzo

Recordemos que la suerte de las almas elegidas es el sufrir; el sufrimiento soportado
cristianamente es la condición que Dios, autor de todas las gracias y de todos los dones
que llevan a la salvación, ha puesto para darnos la gloria. Alcemos, pues, los corazones,
llenos de confianza en sólo Dios; humillémonos bajo su mano poderosa; aceptemos de
buen grado las tribulaciones a las que la piedad del Padre celestial nos somete, para que
nos ensalce en el tiempo de la visita. Que toda nuestra preocupación sea sólo esta:
«Amar y agradar a Dios», sin preocuparnos para nada de todo lo demás, sabiendo que
Dios cuidará siempre de nosotros, más de lo que se pueda decir o imaginar.
(26 de noviembre de 1914,
a Raffaelina Cerase, Ep. II, 245)

16 de marzo

¡Qué sublime y suave es la dulce invitación del divino Maestro: «Si alguno quiere venir
en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame»! Era esta invitación la que
hacía decir a santa Teresa aquella oración al Esposo divino: «Sufrir o morir». Era
también esta invitación la que hacía exclamar a santa María Magdalena de Pazzi: «Sufrir
siempre y no morir». Era también a causa de esta invitación el que nuestro seráfico padre
san Francisco, arrebatado en éxtasis, exclamara: «Es tanto el bien que yo espero, que en
cada sufrimiento me deleito».
Lejos de nosotros lamentarnos de las aflicciones y enfermedades que Jesús quiera
mandarnos. Sigamos al divino Maestro por la senda del Calvario cargados con nuestra
cruz; y, cuando él quiera colocarnos en la cruz, es decir, tenernos en cama enfermos,
démosle gracias y tengámonos por afortunados por el gran honor que se nos hace,
sabiendo que estar en la cruz con Jesús es un acto muchísimo más perfecto que el de
sólo contemplarlo a él en la cruz.
(26 de noviembre de 1914, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 245)

17 de marzo

Pide con confianza ilimitada a Jesús, con la esposa del Cantar de los Cantares, que te
arrastre detrás de él y que te haga sentir la fragancia de los perfumes de sus ungüentos,
para que puedas correr totalmente detrás de él, con todas las fuerzas del alma y las
facultades del cuerpo, por dondequiera que él vaya.
Te exhorto de nuevo a que tengas por seguro lo que hasta ahora te he declarado, que
es esto: la tabla que debe conducirte al puerto de la salvación, el arma divina para llegar a
cantar victoria, es la sumisión total y ciega de nuestro juicio al dictamen de quien está
encargado de guiarnos entre las sombras, las perplejidades y las batallas de la vida. La
misma Sagrada Escritura nos lo confirma con su infalible autoridad: «El hombre
obediente cantará victoria».
Si Jesús se manifiesta, dale gracias; y si se te oculta, también dale gracias: todo es una
broma del amor. Yo deseo que, al llegarte el momento de expirar con Jesús en la cruz,
puedas con Jesús exclamar dulcemente: «Todo se ha cumplido».
(19 de mayo de 1914, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 87)

18 de marzo

Padre, permítame desahogarme al menos con usted: ¡estoy crucificado de amor! No
puedo ya más; es este un alimento muy delicado para quien está acostumbrado a
alimentos ordinarios; es precisamente esto lo que me produce de continuo fortísimas
indigestiones espirituales, la de crecer de tal modo que la pobre alma gime al mismo
tiempo por un vivísimo dolor y un vivísimo amor. La pobrecita no sabe adaptarse a este
nuevo modo de ser tratada por el Señor. Y he aquí que el beso y el toque –lo diré así–
sustancial que este amorosísimo padre celestial imprime en el alma todavía le causan un
sufrimiento extremo.
¡Que el buen Jesús le conceda comprender mi verdadera situación! Y yo, mientras
tanto, le insto a que quiera tratarme con caridad todavía un poco más, y pronunciarse
sobre esto.
Queridísimo padre, satisfacer las necesidades de la vida, como comer, beber, dormir,
etc., me resulta tan penoso que no sabría encontrar comparación adecuada si no es en las
penas que deben experimentar nuestros mártires en el momento de la prueba suprema.
Padre, no crea que exagero al usar esta comparación; no, es exactamente así. Si el
Señor, en su bondad, no me quita el conocimiento en el momento de realizar estos actos,
como lo hizo en el pasado, pienso que no podré durar mucho, siento que me falta apoyo
bajo los pies. ¡El Señor me ayude y me libere de tal angustia!; quiera comportarse bien
conmigo y tratarme como me conviene. Soy un obstinado rebelde
ante las actuaciones divinas y en absoluto merezco ser tratado de ese modo.
(18 de marzo de 1915, al P. Benedetto
da San Marco in Lamis, Ep. I, 545)

19 de marzo

El demonio, querido padre, continúa haciéndome la guerra; y, por desgracia, no parece
que se quiera dar por vencido. En los primeros días en que fui probado, confieso mi
debilidad; casi estaba desanimado; pero después, poco a poco, pasó la melancolía y
comencé a sentirme un poco más animado. Después, al orar a los pies de Jesús, me
parece que ya no siento ni el peso de la fatiga que me causo al vencerme cuando soy
tentado, ni la amargura de las tentaciones.
Las tentaciones que se refieren a mi vida en el siglo son las que más me llegan al
corazón, me ofuscan la mente, me producen un sudor frío y –me atrevo a decirlo– me
hacen temblar de pies a cabeza. En esos momentos los ojos no me sirven más que para
llorar; y, para consolarme y animarme, debo pensar en lo que usted me va indicando en
sus cartas.
También al subir al altar, ¡Dios mío!, sufro los mismos asaltos del demonio; pero
tengo conmigo a Jesús y, ¿qué podré temer?
(19 de marzo de 1911, al P. Benedetto
da San Marco in Lamis, Ep. I, 215)

20 de marzo

Vive tranquila y no te inquietes por nada. Jesús está contigo, y te ama; y tú correspondes
a sus inspiraciones y a su gracia, que obra en ti. Sigue obedeciendo a pesar de las
resistencias internas y sin el alivio que se da en la obediencia y en la vida espiritual;
porque está escrito que quien obedece no debe dar cuenta de sus acciones, y sólo debe
esperar el premio de Dios y no el castigo. «El hombre obediente –dice el Espíritu–
cantará victoria».
Recuerda siempre la obediencia de Jesús en el huerto y en la Cruz; fue con inmensa
resistencia y sin consuelo; pero obedeció hasta lamentarse con los apóstoles y con su
Padre; y su obediencia fue excelente y tanto más bella cuanto más amarga. Nunca, pues,
fue tu alma tan grata a Dios como ahora que obedeces y sirves a Dios en la aridez y
oscuridad. ¿Me he explicado? Vive tranquila y alegre, y no quieras dudar por ningún
motivo de las aseveraciones de quien hoy dirige tu alma.
Del modo de actuar en ti la gracia divina, tú tienes todos los motivos para animarte y
para esperar y confiar en Dios; porque es la actuación que suele tener con las almas que
Él ha elegido como su porción y su heredad. El prototipo, el modelo en el que es
necesario mirarse y modelar nuestra vida, es Jesucristo.
Pero Jesús ha elegido por estandarte la cruz; y por eso quiere que todos sus
seguidores recorran el camino del Calvario llevando la cruz, para después expirar
tendidos en ella. Sólo por este camino se llega a la salvación.
(4 de septiembre de 1916, a
Maria Gargani, Ep. III, 241)

21 de marzo

Sé muy bien que la cruz es la prueba del amor; que la cruz es garantía de perdón; y que
el amor que no es alimentado y nutrido por la cruz no es verdadero amor, se queda en
fuego de artificio. Con todo, a pesar de tener este conocimiento, este falso discípulo del
Nazareno siente en su corazón que la cruz le es enormemente pesada y que muchas
veces (no se escandalice y no se enfade, padre, ante lo que le voy a decir) va en busca
de un piadoso cireneo que le alivie y le conforte.
¿Qué mérito puede tener mi amor ante Dios? Temo mucho por esto, por si mi amor
por Dios es amor verdadero. Y esta es también una de las espadas que, junto a las
muchas otras, me oprime en ciertos momentos y hace que me sienta aplastado.
Y sin embargo, padre mío, tengo el grandísimo deseo de sufrir por amor a Jesús. ¿Y
cómo explicar que después, ante la prueba, contra mi voluntad, se busque algún alivio?
Cuánta fuerza y violencia debo hacerme en estas pruebas para hacer callar a la
naturaleza, digámoslo así, que reclama con fuerza ser consolada.
Esta lucha no quisiera sentirla; muchas veces me hace llorar como un niño, porque me
parece que es una falta de amor y de correspondencia a Dios. ¿Qué me dice de esto?
Escríbame, cuando lo quiera Jesús, y siempre largamente; sus repuestas sobre tantos
problemas, dudas y dificultades las espero como luz del paraíso, como rocío benéfico en
tierra sedienta.
(21 de abril de 1915, al P. Agostino
da San Marco in Lamis, Ep. I, 571)

22 de marzo

¿Cuál debe ser la divisa del cristiano? Dejemos que lo diga el Apóstol de las gentes:
«¿Ignoráis acaso –dice el santo Apóstol, escribiendo a los romanos– que todos los que
fuimos bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados en su muerte?»; y, ¿no recuerdas tú
que todos nosotros, que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados
en su muerte?
Por lo tanto, al decir de san Pablo, el bautismo, mediante el cual llegamos a ser hijos
de Dios y herederos de su Reino, es modelo, participación y copia de la muerte de
Cristo. El bautismo es modelo de la muerte de Jesucristo, porque, así como Jesús por
medio de la cruz ha padecido, del mismo modo a nosotros con el signo de la cruz se nos
confiere el bautismo; así como Jesús fue sepultado en la tierra, de la misma forma
nosotros somos sumergidos en las aguas del santo bautismo.
El bautismo es también participación en la muerte de Jesús, porque el bautismo aplica
los misterios que representa y, por tanto, produce los efectos de la muerte de nuestro
Redentor. La muerte de Cristo se nos aplica en nuestro bautismo de igual modo que si
ella fuese la nuestra y nosotros estuviéramos crucificados con él; y es en virtud de esta
muerte que a nosotros se nos quitan todos los pecados, tanto en cuanto a la culpa como a
la pena.
Finalmente, se ha dicho que el bautismo es copia de la muerte de Jesús. Nosotros, al
decir de san Pablo, somos bautizados «in morte ipsius», en su muerte; es decir, para
imitar la muerte de nuestro Redentor. Por tanto, lo que fue la cruz para Jesucristo, eso es
el bautismo para nosotros. Jesucristo fue clavado en la cruz para que muriera según la
carne; nosotros somos bautizados para morir al pecado, para morir a nosotros mismos.
Jesucristo en la cruz sufrió en todos sus sentidos; de igual modo nosotros por el bautismo
debemos llevar la mortificación de Jesús en todos nuestros miembros; esto es
precisamente lo que san Pablo escribe en la segunda carta enviada a los fieles de Corinto:
«Llevamos siempre en nuestros cuerpos los sufrimientos de Jesús, para que también la
vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo».
(19 de septiembre de 1914, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 174)

23 de marzo

Nosotros tenemos una doble vida: una, natural, que la obtenemos de Adán por
generación carnal, y, como consecuencia, es una vida terrena, corruptible, amante de
nosotros y llena de bajas pasiones; la otra, sobrenatural, que la obtenemos de Jesús a
través del bautismo y, por lo mismo, es una vida espiritual, celestial, obradora de virtud.
Por el bautismo se da en nosotros una verdadera transformación: morimos al pecado y
nos injertamos en Cristo Jesús de tal manera que vivimos de su misma vida. Por el
bautismo recibimos la gracia santificante que nos da vida, toda celestial; nos convertimos
en hijos de Dios, hermanos de Jesús y herederos del cielo.
Ahora bien, si por el bautismo el cristiano muere a su primera vida y resucita a la
segunda, es deber de todo cristiano buscar las cosas del cielo, sin preocuparse para nada
de las cosas de esta tierra. Esto mismo lo insinúa el apóstol san Pablo a los colosenses:
«Así pues –dice este gran santo–, ya que habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas
de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios».
Sí, el cristiano en el bautismo resucita en Jesús, es elevado a una vida sobrenatural,
adquiere la hermosa esperanza de sentarse glorioso en el trono celestial. ¡Qué dignidad!
Su vocación le exige desear continuamente la patria de los bienaventurados, considerarse
como peregrino en tierra de destierro; la vocación del cristiano, digo, exige no poner el
corazón en las cosas de este mundo terrenal; toda la preocupación, todo el esfuerzo del
buen cristiano, que vive según su vocación, está dirigido a procurarse los bienes eternos;
debe conseguir un modo de enjuiciar las cosas de aquí abajo como para estimar y
apreciar sólo aquellas que le ayudan a alcanzar los bienes eternos, y tener, además, por
viles todas aquellas que no le sirven para ese fin.
(16 de noviembre de 1914, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 226)

24 de marzo

Es necesario que el cristiano se libere de todos estos vicios, si quiere vivir según el
espíritu de Jesucristo. Ahora bien, todos estos vicios y todos estos pecados conforman el
hombre viejo, el hombre terreno, el hombre carnal; precisamente de este hombre quiere
el Apóstol que se despoje el cristiano: «Despojaos del hombre viejo con sus obras». El
cristiano, por consiguiente, muerto y resucitado con Jesús por el bautismo, se debe
esforzar siempre por renovarse y perfeccionarse, contemplando las verdades eternas y la
voluntad de Dios; en resumen, debe empeñarse por adquirir la semejanza del Señor que
lo creó.
A eso nos obliga la perfección cristiana, a eso nos urge el Apóstol con la sapientísima
expresión: «Revestíos del hombre nuevo, que se va renovando por el conocimiento de la
verdad, según la imagen de su Creador». Pero, ¿quién es ese hombre nuevo del que
habla aquí el Apóstol? Es el hombre santificado por el bautismo que, según los principios
de la santificación, debe vivir «en santidad y en justicia verdadera».
Nosotros, pues, cristianos, somos imagen de Dios por dos motivos: por naturaleza, es
decir, porque estamos dotados de inteligencia, de memoria y de voluntad; y por gracia,
en cuanto que hemos sido santificados en el bautismo, que imprime en nuestra alma la
preciosa imagen de Dios. Sí, querida mía, la gracia santificante imprime de tal modo la
imagen de Dios en nosotros que llegamos a ser también nosotros casi un Dios por
participación; y, para usar la hermosa expresión de san Pedro: «Para que lleguemos a ser
partícipes de la naturaleza divina».
Mira, hermana mía, qué grande es nuestra dignidad. Pero somos grandes a condición
de que conservemos la gracia santificante; pero, ¡ay de mí!, qué abyecto se vuelve uno
cuando pierde esa gracia. Nuestra abyección es inferior, estoy por decir, a la de las
bestias del campo. Todo desaparece, todo se pierde ante el pecado.
(16 de noviembre de 1914, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 226)

25 de marzo

Tan pronto como me pongo a orar, enseguida siento el corazón como invadido por una
llama de amor vivo; esta llama no tiene comparación con ninguna otra llama de este bajo
mundo. Es una llama delicada y tan dulce que consume y no causa sufrimiento alguno.
Es tan dulce y tan deliciosa que el espíritu siente tal complacencia y queda satisfecho,
pero de tal modo que no deja de desearla; y, ¡oh Dios!, es algo tan maravilloso para mí
que quizá no llegue nunca a comprenderlo, como no sea en el cielo.
Este deseo, lejos de privar al alma de esta plenitud, la va reforzando cada vez más. El
gozo que siente el alma allí, en su centro, lejos de disminuir como consecuencia del
deseo, va creciendo más y más; dígase lo mismo del deseo de disfrutar permanentemente
de esta vivísima llama, porque tal deseo no queda anulado por el gozo, sino que
permanece muchísimo más vivo como consecuencia del mismo deseo.
De esto deducirá que son cada vez más raras las ocasiones en las que me es posible
discurrir con el entendimiento y gozarme con los sentidos.
(26 de marzo de 1914, al P. Benedetto
da San Marco in Lamis, Ep. I, 460)

26 de marzo

El alma a la que el Señor pone en tal estado, enriquecida con tantos conocimientos,
debería ser más locuaz; y sin embargo no es así, ella queda casi muda. No sabría si este
es un fenómeno que se da sólo en mí. Con palabras demasiado genéricas, y casi siempre
sin sentido, consigue el alma manifestar una partecita de aquello que en ella va realizando
su esposo.
Créalo también, padre mío, que todo esto no es tormento pequeño para el alma. Aquí
le acontece al alma lo que le sucedería a un pobre pastorcito si fuera introducido en una
estancia real, donde hay colocados un sinfín de objetos preciosos, que él nunca ha visto.
El pastorcito, al salir de la estancia real, con seguridad que tendría en su mente todos
aquellos objetos tan variados, preciosos y bellos; pero, con seguridad también, que no
sabría ni concretar el número ni llamarlos por su propio nombre. Él desearía comunicar a
los demás todo lo que ha visto; se serviría de todas sus posibilidades intelectuales y
científicas para conseguirlo; pero, al ver que todos sus esfuerzos no logran hacerse
entender, opta por guardar silencio.
(26 de marzo de 1914, al P. Benedetto
da San Marco in Lamis, Ep. I, 460)

27 de marzo

Siento que los éxtasis han aumentado en intensidad y suelen venir con tal ímpetu que
todos los esfuerzos por evitarlos no sirven de nada. El Señor ha llevado al alma a un
desapego mayor de las cosas de este bajo mundo; y siento que la va fortaleciendo cada
vez más en la santa libertad de espíritu.
Me parece que, en el fondo de esta alma, Dios ha derramado muchas gracias que se
orientan a la compasión de las miserias de los demás, especialmente de los pobres
necesitados. La grandísima compasión que siente mi alma a la vista de un pobre le
provoca en su mismo centro un vehementísimo deseo de socorrerlo; y, si atendiera a mi
voluntad, me llevaría a despojarme hasta de mis ropas interiores para vestirlo a él.
Además, si sé que una persona está afligida, lo mismo en el alma que en el cuerpo,
¿qué no haría yo ante el Señor para verla libre de sus males? Con tal de verla libre, yo
cargaría con gusto con todas sus aflicciones, cediendo en su favor el fruto de tales
sufrimientos, si el Señor me lo permitiera.
Gracias a los dones con los que el Señor no deja de enriquecerme, me encuentro
bastante mejor en la confianza en Dios. En otro tiempo, con frecuencia me parecía
necesitar de las ayudas de los demás; ahora ya no. Sé por propia experiencia que el
verdadero remedio para no caer está en apoyarse en la cruz de Jesús, confiando sólo en
él, que quiso permanecer colgado por nuestra salvación.
(26 de marzo de 1914, al P. Benedetto
da San Marco in Lamis, Ep. I, 460)

28 de marzo

El viernes por la mañana, estaba todavía acostado cuando se me apareció Jesús. Estaba
muy triste y desfigurado. Me mostró una gran multitud de sacerdotes, religiosos y
seculares, entre los que había varios dignatarios eclesiásticos; unos estaban celebrando,
otros revistiéndose y otros quitándose los ornamentos sagrados.
Ver a Jesús angustiado me producía mucha pena; y, por eso, quise preguntarle por qué
sufría tanto. No tuve respuesta. Pero su mirada se dirigió hacia aquellos sacerdotes; y
poco después, casi aterrado y como si estuviera cansado de mirar, retiró su mirada y,
cuando la levantó hacia mí, observé horrorizado dos lágrimas que le surcaban las
mejillas. Se alejó de aquella turba de sacerdotes con una evidente expresión de disgusto
en su rostro, gritando: «¡Matarifes!». Y dirigiéndose a mí, dijo: «Hijo mío, no creas que
mi agonía fue de tres horas, no; yo estaré en agonía hasta el fin del mundo por culpa de
las almas más beneficiadas por mí. Durante el tiempo de mi agonía, hijo mío, no hay que
dormir. Mi alma va en busca de alguna gota de piedad humana; pero, ¡ay de mí!, me
dejan solo bajo el peso de la indiferencia. La ingratitud y la indiferencia de mis ministros
hacen más pesada mi agonía.
¡Ay de mí!, ¡qué mal corresponden a mi amor! Lo que más me duele es que a su
indiferencia añaden el desprecio, la incredulidad. Cuántas veces he estado para
fulminarlos en el acto, si no hubiese sido detenido por los ángeles y por las almas
enamoradas de mí… Escribe a tu padre y cuéntale lo que has visto y me has oído esta
mañana. Dile que muestre tu carta al Padre provincial…».
Jesús continuó hablando, pero lo que dijo no podré revelarlo nunca a criatura alguna
de este mundo. Esta aparición me produjo tal dolor en el cuerpo, y mucho mayor en el
alma, que pasé todo el día abatido; y habría creído morir si el dulcísimo Jesús no me
hubiera ya revelado…
Por desgracia, ¡Jesús tiene todos los motivos para lamentarse de nuestra ingratitud!
¡Cuántos desgraciados hermanos nuestros corresponden al amor de Jesús arrojándose
con los brazos abiertos en la secta infame de la masonería! Oremos por ellos, para que el
Señor ilumine sus mentes y toque su corazón. Anime a nuestro padre provincial, que
recibirá del Señor generosa ayuda de dones celestiales. El bien de nuestra madre
provincia debe ser su preocupación continua. A esto deben ir encaminados todos sus
esfuerzos. A este fin deben orientarse nuestras plegarias; todos estamos obligados a esto.
(7 de abril de 1913, al P. Agostino da
San Marco in Lamis, Ep. I, 350)

29 de marzo

Tú me pides un juicio sobre tu amor a Dios. Pero, queridísimo hijo, ¿cómo es posible
que no sientas tú mismo este amor en tu espíritu? ¿Qué otra cosa es ese deseo ardiente
que tú mismo me manifiestas en tu carta? ¿Quién ha puesto en el corazón ese deseo
ardiente de amar al Señor? ¿Acaso los deseos santos no vienen de Él? Si en un alma no
hubiera más que el deseo ardiente de amar a su Dios, ahí ya está todo; ahí está el mismo
Dios; porque Dios sólo no está donde no hay deseo de su amor. Por tanto, queda muy
tranquilo en relación con la existencia del amor divino en tu corazón. Y si este anhelo
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tuyo no queda satisfecho, si te parece que deseas cada vez más, sin llegar a poseer el
amor perfecto, no veas en ello una prueba de que te falta el amor de Dios; manifiesta
más bien que tú no debes decir nunca: ¡ya basta!; quiere decir que tú no puedes y no
debes detenerte en el camino del amor divino y de la santa perfección.
Tú sabes bien que el amor perfecto se alcanzará cuando se posea el objeto de este
amor, que, en nuestro caso, es el mismo Dios; por tanto, ¿a qué vienen tantas
inquietudes y tantos desánimos inútiles?
Desea siempre, desea con mayor confianza, y no temas. ¿Cómo es posible que un
alma que se ha consagrado totalmente al celestial Amor, que busca con la ayuda divina
agradarle, que desea y anhela cada día más las aguas purísimas de este divino amor,
cómo es posible, digo, que pueda un día salir de este mundo árida, fría, sin deseo de
Dios? ¿Cómo es posible, digo, que esta alma salga de este mundo con la señal de la
eterna reprobación? ¿No te parece una contradicción? Y el creer todo eso, ¿no sería una
ofensa a la divina bondad, que, no sólo no rechaza a las almas arrepentidas, sino que va
siempre en busca de las almas obstinadas?
(29 de marzo de 1918, a fray Emmanuele
da San Marco la Catola, Ep. IV, 424)

30 de marzo

Hijo mío, convéncete de esto: Dios puede rechazar todo en una criatura concebida en
pecado y que lleva en sí la impronta indeleble heredada de Adán; pero no puede rechazar
de ningún modo el deseo sincero de amarle. Por tanto, si por otros motivos no puedes
estar seguro de su celestial predilección, y si la acogida que prestas a quien te habla en
nombre del mismo Dios no te alivia y conforta, lo debes creer al menos por este deseo
sincero que tú tienes de amarle.
Te ruego, pues, en nombre de Dios, que no te dejes vencer por ese temor que me
manifiestas en tus cartas; es decir, el temor de no amar y no temer a Dios; porque me
parece que el enemigo te quiere llevar a engaño. Sé, hijo mío, que nadie puede amar
dignamente a su Dios. Pero cuando un alma pone todo lo que está de su parte, y lo hace
todo con recta intención, y confía en la divina misericordia, ¿por qué la va a rechazar
Jesús? ¿Acaso no es él el que nos ha mandado que amemos a Dios con nuestras fuerzas?
Por tanto, si tú has dado y consagrado todo a Dios; si, como consecuencia, buscas llenar
tu corazón de sólo Dios; y con una reflexión sincera e incansable vas descubriendo el
modo mejor de servirle y amarle, ¿qué motivos tienes para temer? ¿Quizá porque no
puedes hacer más? Pero Jesús no te lo pide todavía y, por tanto, no podrá condenarte. El
Espíritu de Dios sopla cuando quiere, donde quiere y como quiere. Por otra parte, tú
pide a nuestro buen Dios que realice Él mismo aquello que tú no puedes hacer. Di a
Jesús: ¿Quieres un amor mayor de mi parte? ¡Yo no tengo más! ¡Dámelo, pues, tú y yo
te lo ofreceré! No dudes, Jesús aceptará la ofrenda y tú queda tranquilo.
(29 de marzo de 1918, a fray Emmanuele
da San Marco la Catola, Ep. IV, 424)

31 de marzo

Mi queridísimo padre, recordando las muchas atenciones que me ofrece, creo que es
para mí un sagrado deber, ahora que se aproxima la santa Pascua, no dejarla pasar sin
deseársela llena de todas aquellas gracias que le pueden hacer feliz aquí en la tierra y
bienaventurado en el cielo.
Este, padre mío, es el augurio que sé hacerle; y creo que le será muy grato. Además,
en esa solemnidad no dejaré, en mi indignidad, de rogar a Jesús resucitado por su
hermosa alma, si bien es cierto que no me olvido ningún día de orar por usted.
En estos días santos, más que de costumbre, soy duramente atormentado por ese
barbablù. Le pido, pues, que ruegue vivamente al Señor para que no quede prisionero de
este común enemigo.
Pero Dios está conmigo y los consuelos, que me hace gustar de forma constante, son
tan dulces que no podría describirlos.
(31 de marzo de 1912, al P. Benedetto
da San Marco in Lamis, Ep. I, 269)

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