365 DIAS CON EL PADRE PIO MES DE JUNIO

1 de junio

¡Qué dulce es vivir siempre a la sombra del Señor, allá en el sagrado claustro! Quizá yo
me he vuelto demasiado indigno para descansar en aquel sacro recinto, adonde con tanto
amor me llamó; y he ahí por qué el Señor, casi forzado y a causa mi ingratitud, me
quiere alejar de Él. ¡Que se haga su voluntad, porque todo lo que Él ordena es justo!
Quiere someter a prueba extrema la fidelidad de su siervo. El Señor, en perjuicio mío,
quiere escuchar las oraciones de todo este pueblo devoto que absolutamente, por lo que
demuestra, quiere retenerme a la fuerza en medio de él, elevando oraciones y casi
haciendo violencia ante el corazón de Dios para conseguir este su intenso deseo. (…)
¡Me conmovieron hasta las lágrimas! Pero yo me horrorizo y tiemblo ante este
pensamiento, querida mía, porque temo que el Señor quiera pagarme en esta vida alguna
cosa que he hecho por su amor. Reza a Jesús, reza para que el premio me lo reserve para
la otra vida.
(15 de junio de 1914, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 111)

2 de junio

Oremos al Señor, para que no permita nunca más que cerremos el oído de nuestro
corazón a su voz que hoy nos habla de este modo. Supliquemos también al Padre
celestial que no se calle nunca ante nuestra hermosa Italia. Cargue también con rayos su
diestra; grite siempre, grite fuerte, en el interior íntimo del corazón de nosotros, italianos,
con sus inspiraciones; en el exterior, con toda clase de peripecias. Nos asuste también,
nos inquiete y nos oprima bajo el peso de su diestra divina. Nos humille, nos envilezca,
nos atribule como más le plazca. Estos castigos, por muy severos que sean, serán
siempre castigos de un padre muy tierno que alza su voz, que empuña el flagelo para
corrección y salvación de su hijo.
Nos evite, por su inmensa bondad, el tremendo castigo de su silencio, que es el signo
terrible, el funesto preludio de su abandono. Nos ahorre este funesto castigo por amor de
quien «no conoció el pecado» y para nuestra salvación «por nosotros se hizo pecado».
¡Viva Dios! ¡Y quiera Él que nosotros, italianos, no abandonemos los designios de su
sabiduría: que Él nos encuentre a todos en actitud de poder convertir en bien de nuestras
almas, de nuestra patria, en la grave y solemne hora que atravesamos, la prueba a la que
hoy todos nosotros estamos sometidos!
(8 de junio de 1915, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 440)

3 de junio

Mi alma se encuentra desde hace tiempo sumergida día y noche en la más profunda
noche del espíritu. Las tinieblas espirituales me duran larguísimas horas de larguísimos
días y con frecuencia semanas enteras. (…)
Cuando se está en el colmo de este martirio, me parece que el alma está allí buscando
consuelo en el pensamiento de que, al fin, debe sucumbir necesariamente bajo el peso de
tales dolores, porque resulta imposible soportarlos por más tiempo.
Pero, ¡viva Dios!, porque el pensamiento de la inmortalidad, que resiste al mismo
infierno, se presenta súbitamente a esta alma turbada, que está para perderse; entonces
ella se da cuenta de que continúa dando forma a un cuerpo vivo y, cuando está para
pedir auxilio, de repente se siente ahogada por su propio grito…; y aquí mi lengua
enmudece y no puedo decir lo que está sucediendo en mí.
Son, en verdad, cosas nuevas, y no hay lenguaje que pueda describirlas. Y sólo digo
que aquí se está exactamente en el colmo de los dolores, y no sé si agrado o no al Señor.
En cuanto a mí, busco amarlo, lo deseo; pero, en esta noche de oscurísimas tinieblas, mi
espíritu ciego va errante a la aventura, mi corazón está seco, las fuerzas se han abatido,
los sentimientos extenuados.
Yo me voy debatiendo en las tinieblas; suspiro, lloro, me lamento, pero es todo en
vano; hasta que, abatida por el dolor y privada de fuerzas, la pobre alma se somete al
Señor diciendo: «Oh dulcísimo Jesús, no se haga mi voluntad sino la tuya».
(Fin de enero de 1916, al P. Agostino
da San Marco in Lamis, Ep. I, 722)

4 de junio

Mi Dios, estoy confundido y te he perdido; pero ¿te encontraré?, ¿o te habré perdido
para siempre?, ¿me has condenado a vivir eternamente lejos de tu rostro?...
Padre mío, me voy adentrando como puedo en esta oscura prisión; es arduo avanzar
en la sombría oscuridad de estas densas tinieblas, entre la tempestad y la agitación de la
vejación enemiga, que aprovecha la tempestad para hacerme prevaricar y vencerme.
Yo busco a Dios, pero, ¿dónde encontrarlo? Se ha desvanecido hasta la misma idea de
un Dios Señor, Dueño, Creador, Amor y Vida. Todo esto ha huido; y yo, ¡ay de mí!, me
he perdido en la espesa oscuridad de las más tupidas tinieblas, yendo y viniendo en vano
entre indefinidos recuerdos, un amor perdido y la imposibilidad de amar. Oh, mi Bien,
¿dónde encontrarte?; yo te perdí; estoy abatido por la búsqueda de tus huellas, porque
con gusto aceptaste la oferta plena que te hice; y tú te has tomado todo y te mantienes en
tu soberana autoridad. Yo me abandono en ti, y espero de ti protección para todo lo mío,
para el pleno abandono a la más dolorosa entrega de amor.
(4 de junio de 1918, al P. Benedetto
da San Marco in Lamis, Ep. I, 1026)

5 de junio

Yo ya no vivo; y, con esta muerte sofocante en el alma, ya no hay nada que me impulse
a vivir; y ninguna noticia sirve ya para disminuir este mi sueño mortal. Me adhiero o,
mejor, me parece que me adhiero, y no sabría cómo, a las ayudas diligentes que hasta
este momento me han llegado de usted. Inclino y me esfuerzo por inclinar gustosamente
mi cabeza a todos los golpes de la justicia divina, justamente indignada conmigo. Pero no
hay nada que me sirva para hacerme volver a la vida perenne, nada que me sirva para
animar mi espíritu herido de muerte…; me adormilo y desfallezco… A veces, las
sacudidas más fuertes agitan mi espíritu, que se esfuerza por ser fiel; él se hace el
valiente, pero después cede, buscando en vano volver a encontrar su tesoro perdido.
Además, padre mío, la oración es el aguijón de dolores y de sufrimientos morales,
horrible al recordarlo. Yo ya no comprendo nada; no sé si mis plegarias son plegarias o
más bien fuertes resentimientos que el corazón, en la plenitud de su dolor, dirige a su
Dios. Siento en mí un abandono total, horrible para recordarlo cuando se está en él.
Nada, absolutamente nada, fuera de los relámpagos rarísimos, veloces y de luz incierta,
entre las espesas tinieblas, en las que uno está inmerso, que dicen al espíritu: Dios está en
el bien. Pero Dios está siempre oculto al espíritu, que, vigilante, se consume en afanosas,
pero siempre necesarias, búsquedas; y el pobre espíritu se va consumiendo entre tantos
miedos a ofenderle, dado que está solo en una soledad desoladísima, solo con su ardiente
carácter, solo con los asaltos internos y externos, solo con la corrupción natural, solo en
los combates del enemigo.
(4 de junio de 1918, al P. Benedetto da
San Marco in Lamis, Ep. I, 1026)

6 de junio

Mi Bien, ¿dónde estás?; ya no te conozco ni te encuentro; pero es necesario buscarte a
ti, que eres la vida del alma que muere. ¡Mi Dios! Y, ¡Dios mío!... Ya no sé decirte otra
cosa: «¿Por qué me has abandonado?». Más allá de este abandono, yo ignoro, ignoro
todo, hasta la vida que ignoro si la vivo.
Mi queridísimo padre, no me abandone en esta agonía desgarradora; estoy a punto de
perderme; estoy para ser triturado bajo la pesada mano de un Dios justamente indignado
conmigo. Recuerde que el Señor me confió a su guía, consuelo y salvación. Recuerde
que, desde el momento mismo en que el Señor me confió a usted, yo le he tenido por
padre de mi alma, comprometiéndome ante el cielo a manifestarle toda mi ternura de
hijo, que la siento y la cultivo todavía; y siempre he seguido con avidez sus mandatos y
enseñanzas.
Oh padre mío, ¡auxílieme! Quisiera, si me fuera posible, derramar en esta carta mi
alma, que se va consumiendo; pero usted comprende bien que no me es posible: me
encuentro en una dolorosa impotencia… Solamente puedo gritar; y de esto comprenderá
cuál es mi pobreza y bajeza, mi miseria e indigencia. Implore para mí la ayuda del cielo,
la perfecta conformidad con los puros, ocultos, divinos y santos deseos, docilidad firme,
constante y férrea a la obediencia, la única tabla a la que asirme en el fuerte fragor de la
tempestad, la única tabla a la que agarrarme en este naufragio del espíritu.
(4 de junio de 1918, al P. Benedetto da
San Marco in Lamis, Ep. I, 1026)

7 de junio

Yo me declaro, renunciando a mi voluntad y a mi saber, a mi gusto y a mis
conocimientos, yo me declaro hijo obedientísimo de mi guía en tales rigores del altísimo.
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¿Qué más?, ¡mi Dios!; es mucho; yo te pido fuerza en mi sufrimiento, desnudo de todo
consuelo tuyo. Además, transforma en constantes, firmes y fructuosos mis propósitos, de
modo que basten al menos para desarmar tu furor; ofrécelos por ti mismo, mi sumo bien,
a tu indignada majestad; pero no antes de haberlos valorizado con tu virtud divina. Yo
me esforzaré por buscar una pausa en mi insoportable penar en este lecho de espinas
agudas y crueles, aceptando de tus manos tomar por alimento tu rechazo y tu abandono.
Padre mío, no crea que yo no me he esforzado con todo empeño para salir de esta
dura prisión; lo he hecho inútilmente; peor aún, ha sido para mi daño, porque debí
resignarme a ver descender las tinieblas a mi alma y a adentrarme poco a poco en la
espesura de la refriega. Inútiles han sido mis gritos.
(4 de junio de 1918, al P. Benedetto
da San Marco in Lamis, Ep. I, 1026)

8 de junio

Estoy perdido, sí, perdido en lo desconocido. Estoy privado de todo. Pero estoy
decidido, aunque no encuentro consuelo, a seguir sólo la voz de quien hace las veces de
Dios. Tengo hambre, padre mío, del retorno de mi Dios a mi alma; démelo, satisfágame
de Él, mi vida y mi todo. Las condiciones actuales de mi espíritu no presentan otra
realidad que una ruina completa, unas luces siniestras, que no sirven más que para
descubrir la podredumbre y atormentar a la víctima, presa de su desconocido destino.
¡Dios mío!, es necesario, padre mío, este grito; sólo me queda esto en tanto penar. Ya no
entiendo nada; mucho me temo estar abandonado para siempre a mí mismo; y, ante este
temor, me aferro o me arriesgo a aferrarme a la obediencia, que, sin saber cómo, también
me parece que se aleja de mí.
Termino, porque la intensidad del dolor que me oprime priva a mi mente de la
necesaria lucidez.
Bendígame siempre y yo, a cambio, no desistiré de inmolarme siempre por usted a
ese Dios que he perdido.
(4 de junio de 1918, al P. Benedetto da
San Marco in Lamis, Ep. I, 1026)

9 de junio

Me veo puesto en la extrema desolación. Estoy solo para llevar el peso de todos; y el
pensamiento de no poder aportar alivio de espíritu a aquellos que Jesús me manda, el
pensamiento de ver a tantas almas que vertiginosamente se quieren justificar en el mal a
despecho del sumo bien, me aflige, me tortura, me martiriza, me consume poco a poco el
cerebro y me deshace a pedazos el corazón.
¡Oh Dios! ¡Qué espina siento clavada en el corazón! Las dos fuerzas que en
apariencia parecen totalmente contrarias, la de querer vivir para ser de utilidad a los
hermanos del exilio y la de querer morir para unirme al Esposo, en estos últimos tiempos,
las siento agigantarse en grado superlativo en la punta más alta del espíritu. Me
despedazan el alma y me quitan la paz, aunque no la más profunda. Aunque es cierto
que la paz la tocan, digámoslo así, solamente por fuera, reconozco que me es muy
necesaria para poder actuar con más dulzura y con más unción.
¡Ah!, padre mío, padre mío, no me deje solo; auxílieme con la oración y con sus
consejos. Le digo que me encuentro en una soledad que me quita la calma y el descanso
e incluso el apetito. Si se sigue de esta manera, digo que se está a la puerta de una gran
crisis, porque me doy cuenta de que también el cuerpo está sufriendo las actuaciones del
espíritu; y yo temo más por aquello que por esto, no por mí, sino absoluta y
exclusivamente por los demás.
(8 de octubre de 1920, al P. Benedetto
da San Marco in Lamis, Ep. I, 1180)

10 de junio

¿Cómo podré explicarle la atormentadísima pena que martiriza mi alma? Del jueves a
hoy siento, más que nunca, que mi alma está llena de una extrema turbación. Siento que
la mano del Señor se ha vuelto más pesada para mí, que el Señor va demostrando todo
su poder al castigarme y que, como a hoja arrastrada por el viento, Él me rechaza y me
persigue.
¡Ay de mí!, ¡ya no puedo más! No puedo por más tiempo soportar el peso de su
justicia. Me siento aplastado bajo su potente mano. Las lágrimas son el pan de cada día.
Me inquieto, lo busco; pero no lo encuentro sino en el furor de su justicia.
Oh, padre mío, puedo decir con toda razón con el profeta: Yo he venido a alta mar y
la tormenta me ha hecho naufragar; he gritado y me he cansado en vano; mi garganta se
ha quedado ronca sin obtener ningún fruto. El temor y el temblor me han invadido, y las
tinieblas me han cubierto por todas partes. Me encuentro tendido en el lecho de mis
dolores, lleno de inquietudes, buscando a mi Dios. Pero, ¿dónde encontrarlo? Desde el
lecho de mis sufrimientos y desde mi prisión expiatoria intento inútilmente volver a la
vida.
(4 de junio de 1918, al P. Benedetto
da San Marco in Lamis, Ep. I, 1026)

11 de junio

Hay algunas enfermedades físicas cuya curación depende de un acertado modo de vivir.
El amor propio, la estima de sí mismo, la falsa libertad de espíritu son raíces que no se
pueden erradicar fácilmente del corazón humano. Solamente se puede impedir la
producción de sus frutos, que son los pecados; porque sus primeros retoños y sus ramas,
esto es, sus primeras sacudidas y sus primeros movimientos de hecho no se pueden
impedir mientras se está en esta vida mortal, aunque sí se puede moderar y disminuir su
calidad y su fuerza mediante la práctica de las virtudes contrarias, particularmente del
amor de Dios.
Es necesario, pues, tener paciencia al cortar los malos hábitos, domar las antipatías y
superar las propias inclinaciones y cambios de humor; porque, mi buena hijita, esta vida
es una lucha continua y no hay quien pueda decir: «Yo no he sido tentado». La quietud
está reservada para el cielo, donde nos espera la palma de la victoria. Aquí, en la tierra,
hay que combatir siempre entre la esperanza y el temor; pero con el propósito de que la
esperanza sea siempre más fuerte, y teniendo presente la omnipotencia de aquel que nos
auxilia. No te canses, pues, de trabajar, con constancia, con confianza y con resignación,
por tu conversión y perfección.
(11 de junio de 1918, a
Erminia Gargani, Ep. III, 735)

12 de junio

Debes saber, hijita, que la caridad tiene tres elementos: el amor a Dios, el afecto a sí
mismo y la caridad hacia el prójimo; y mis pobres enseñanzas te ponen en el camino de
practicar todo esto.
a) Durante el día, pon con frecuencia todo tu corazón, tu espíritu y tu pensamiento en
Dios con una gran confianza; y dile con el profeta real: «Señor, yo soy tuya, sálvame».
No te detengas mucho a considerar qué tipo de oración te da Dios, sino que sigue sencilla
y humildemente su gracia en el afecto que debes tenerte a ti misma.
b) Aunque sin detenerte con soberbia, ten bien abiertos los ojos sobre tus malas
inclinaciones para erradicarlas. No te asustes nunca al verte miserable y llena de malos
estados de ánimo; céntrate en tu corazón con un gran deseo de perfeccionarlo. Procura
enderezarlo dulce y caritativamente cuando tropiece. Sobre todo, esfuérzate con todas
tus fuerzas por fortalecer la parte superior del alma, no entreteniéndote en sentimientos y
consuelos, pero sí en las decisiones, propósitos y aspiraciones que la fe, el guía y la razón
te inspiren.
(11 de junio de 1918, a
Erminia Gargani, Ep. III, 735)

13 de junio

Hija mía, no seas condescendiente contigo misma: las madres tiernas echan a perder a
sus hijos. No seas fácil para lamentarte y para llorar. No te maravilles de esas dificultades
y violencias, que con tanto sufrimiento manifiestas; no, hijita, no te maravilles; Dios las
permite para hacerte humilde con la verdadera humildad, abyecta y vil a tus ojos. En esto
no se debe combatir de otro modo que no sea deseando a Dios, haciendo que el espíritu
vaya pasando de las criaturas al Creador, y con continuos anhelos de la santísima
humildad y simplicidad de corazón.
c) Sé buena con el prójimo y no te dejes llevar por los impulsos de cólera; en esos
momentos repite con mucha frecuencia estas palabras del Maestro: «Yo amo a estos
prójimos, Padre eterno, porque Tú los amas», y tú me los has dado por hermanos, y
quieres que, como tú los amas, así los ame yo. Y ama más todavía a estas niñas, tus
discípulas, con las cuales la mano misma de la providencia divina te ha acompañado y
unido con una unión celestial. Y no te extrañes ante los arrebatos de impaciencia que
acostumbras tener, porque en ellos no habrá culpa más que cuando procedan de una
voluntad consciente, es decir, con una advertencia que no se esfuerza por dominarlos.
Soporta a esas pobres niñas, acarícialas, tenlas en tu corazón, mi queridísima hijita, como
yo te tengo en el mío, cultivando un grandísimo y particularísimo deseo de tu
perfeccionamiento espiritual, porque el mismo Dios me ha obligado a todo esto.
(11 de junio de 1918, a
Erminia Gargani, Ep. III, 735)

14 de junio

La primera virtud de la que tiene necesidad el alma que tiende a la perfección es la
caridad. En todas las cosas naturales, el primer movimiento de las mismas, su primera
inclinación, su primer ímpetu es el de tender, el de ir al centro: es esta una ley física. Lo
mismo sucede con las cosas sobrenaturales: el primer movimiento de nuestro corazón es
el de ir a Dios, que no es otra cosa que amar su propio y verdadero bien. Con toda razón
en la sagrada escritura se llama a la caridad vínculo de perfección.
La caridad tiene como hermanas gemelas el gozo y la paz. El gozo nace del deseo de
poseer aquello que se ama. Ahora bien, desde el momento en que el alma conoce a Dios,
se ve naturalmente impulsada a amarlo; si el alma sigue este impulso natural, avivado a
su vez por el Espíritu Santo, ya está amando al supremo Bien. En consecuencia, esta
alma afortunada ya está en posesión de la hermosa virtud de la caridad. Ahora bien,
amando a Dios, ya está segura de poseerlo, porque aquí no ocurre, como suele ocurrir
lamentablemente a quien ama el dinero, los honores y la salud, que no siempre tiene lo
que ama; quien ama a Dios inmediatamente lo posee.
No es esto una invención de mi mente; es la sagrada escritura la que lo dice: «Quien
permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él». ¿Qué nos quiere decir esta frase
de la escritura «Quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él»? ¿Acaso
no significa que, como el alma orientada a Dios es toda de Dios por el amor, de la misma
manera Dios por comunicación es todo del alma?
(23 de octubre de 1914, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 197)

15 de junio

El gozo es un vástago de la caridad; pero, para que este gozo sea perfecto y verdadero,
se requiere que tenga como su compañera invisible la paz, que se da en nosotros cuando
el bien que poseemos es el bien sumo y seguro. Ahora bien, ¿no es acaso Dios el sumo
bien que el alma ama y amándolo lo posee?
Es necesario, pues, que este bien, además de ser sumo, sea también seguro. Pues
bien, el divino Maestro nos asegura que «Vuestro gozo nadie os lo podrá quitar». ¿Qué
testimonio más seguro que este? El alma, al pensar en esto, no puede no sentirse
enteramente alegre. He aquí lo que hace afrontar con ánimo jubiloso las más amargas
contradicciones.
Sin embargo, hay que señalar que, así como el alma mientras esté en estado de
peregrina no podrá alcanzar nunca la caridad perfecta, de igual modo su paz no podrá
nunca ser perfecta. Las contradicciones, las tribulaciones son tantas, los contrastes con
los que la pobre alma es maltratada son tan numerosos, como para hacerla agonizar en
ciertos momentos de la vida, hasta tal punto de resultarle insoportable la vida misma; y
esto nace del verse en peligro de poder arruinarse.
Ahora bien, para resistir a tan duras pruebas, le es necesaria la paciencia, virtud que
nos hace soportar, sin ceder, las adversidades. Busque el alma que hace profesión de
perfección tener muy en cuenta esta virtud, si es que le preocupa no trabajar inútilmente,
ya que es por esta virtud por la que permanecerá interiormente ordenada.
(23 de octubre de 1914, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 197)

16 de junio

Consideremos ahora lo que el alma debe practicar para que el Espíritu Santo pueda de
verdad vivir en ella. Todo se reduce a la mortificación de la carne con los vicios y con las
concupiscencias y al cuidarse del propio espíritu.
Por lo que se refiere a la mortificación de la carne, san Pablo nos advierte que «los
que son de Cristo Jesús, han crucificado la carne con sus pasiones y sus apetencias». De
la enseñanza de este santo Apóstol se deduce que quien quiere ser verdadero cristiano, es
decir, quien vive con el espíritu de Jesucristo, debe mortificar su carne, no por otra
finalidad, sino por devoción a Jesús, quien por amor a nosotros quiso mortificar todos
sus miembros en la cruz. Esa mortificación debe ser estable, firme, y no sólo a ratos, y
que debe durar toda la vida. Más aún, el perfecto cristiano no debe contentarse con la
mortificación rígida sólo en apariencia, sino que debe ser dolorosa.
Así debe llevarse a cabo la mortificación de la carne, ya que el Apóstol, no sin motivo,
la llama crucifixión. Pero alguien podría contradecirnos: ¿por qué tanto rigor contra la
carne? ¡Insensato!, si tú reflexionaras atentamente en lo que dices, te darías cuenta de
que todos los males que padece tu alma provienen de no haber sabido y de no haber
querido mortificar, como se debía, tu carne. Si quieres curarte en lo hondo, en la raíz, es
necesario dominar, crucificar la carne, porque ella es la raíz de todos los males.
(23 de octubre de 1914, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 197)

17 de junio

La caridad, el gozo y la paz son virtudes que vuelven al alma perfecta en torno a lo que
posee; la paciencia, en cambio, la vuelve perfecta en torno a lo que soporta.
Lo dicho hasta aquí es lo que es necesario para la perfección interior del alma. Para la
perfección exterior del alma son necesarias las virtudes, algunas de las cuales se refieren
al modo en el que el alma que tiende a la perfección debe comportarse con el prójimo;
otras, en cambio, se refieren al régimen de los propios sentidos.
Entre las virtudes que el alma necesita en relación con el prójimo encontramos, en
primer lugar, la benignidad, con la que el alma devota, con sus comportamientos
agradables, corteses, cívicos, ajenos a toda grosería, cautiva a aquellos con quienes trata
y atrae a imitar su vida devota.
Pero todo esto es aún muy poca cosa. Conviene bajar a los hechos: y he aquí que nos
viene inmediatamente la benignidad, virtud que empuja al alma a servir de utilidad para
los demás. Y aquí es bueno señalar dos cosas bastante importantes para el alma que
tiende a la perfección. Una de ellas es ver que el prójimo no saca provecho del bien que
se le hace; la otra es, no sólo que el prójimo no siempre saca provecho del bien que se le
hace, sino, lo que es peor, ver que a veces corresponde con ofensas y con ultrajes. Al
alma no bien instruida le sucede con frecuencia que cae en el engaño. Dios nos libre de
ser víctimas de semejantes emboscadas, tendidas por el enemigo para arruinarnos y
correr sin premio.
Es necesario, por tanto, que, contra la primera emboscada, nos armemos con la
hermosa virtud de la magnanimidad, que es una virtud que no permite que el alma
retroceda nunca al procurar el bien ajeno, incluso cuando ve que ningún provecho saca el
prójimo. Contra la segunda, es necesario armarse de mansedumbre, que lleva a reprimir
la ira, incluso cuando se ve correspondida con ingratitud, con ultrajes y con ofensas.
Pero todas estas hermosas virtudes todavía no bastan si no se les une la virtud de la
fidelidad, mediante la cual el alma devota adquiere prestigio y cada uno se asegura de que
en su obrar no hay doblez.
(23 de octubre de 1914, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 197)

18 de junio

Las virtudes que perfeccionan a la persona devota en relación con el régimen de los
propios sentidos son tres: la modestia, la continencia y la castidad. Con la virtud de la
modestia, el alma devota consigue regular todos sus movimientos exteriores. Con razón,
pues, san Pablo recomienda a todos esta virtud y la declara necesaria; y, como si todo
esto no bastara, quiere también que esta virtud sea patente a todos. Con la continencia, el
alma consigue apartar todos los sentidos: vista, tacto, gusto, olfato y oído, de los
excesivos deleites, si bien lícitos. Con la castidad, virtud que encumbra nuestra naturaleza
a la de los ángeles, el alma reprime la sensualidad y la aparta de los deleites que están
prohibidos.
Este es el nobilísimo cuadro de la perfección cristiana. Bendita el alma que posee
todas estas hermosas virtudes, todas fruto del Espíritu Santo que habita en ella. Nada
tiene que temer; brillará en el mundo como el sol en medio del firmamento.
(23 de octubre de 1914, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 197)

19 de junio

¿Dónde debo encontrar a mi Dios? ¿Dónde apoyar este pobre corazón, que siento como
desgajarse del pecho? Lo busco con constancia, pero no lo encuentro; llamo al corazón
del divino prisionero y no me responde. ¿Qué es, pues, esto? ¿Mi infidelidad lo ha hecho
así de inflexible? ¿Podré esperar misericordia y que Él, al fin, escuche mis gritos, o debo
renunciar a esta esperanza? Oh Dios, que la horridez de mi obstinación sea al fin
vencida. ¡Bien mío!, que yo te ame al límite de ese amor que tú me pides; que yo te
encuentre por fin en esta afanosa y lacerante búsqueda.
Padre mío, desnudo y desvalido está mi espíritu; árido y seco para su Dios está este
corazón; espíritu y corazón ya casi no se mueven por aquel que los creó por su bondad.
Ya casi no tengo fe; soy incapaz de levantarme en las alas afortunadas de la esperanza,
virtud tan necesaria para abandonarse en Dios, cuando el momento álgido de la
tempestad golpea y la desbordante medida de mi miseria me aplasta. No tengo caridad.
¡Ah!, que amar a mi Dios es consecuencia de un conocimiento pleno, de una fe
expresada en obras, y de unas promesas en las que el alma se sumerge, se recrea y se
abandona, e incluso reposa en la dulce esperanza. No tengo caridad para el prójimo,
porque esta es consecuencia de aquella; y, faltando la primera, de la que desciende a las
ramas la savia vital, todas las ramas se secan.
(19 de junio de 1918, al P. Benedetto
da San Marco in Lamis, Ep. I, 1033)

20 de junio

Sí, padre mío, estoy privado de todo, incluso de la apariencia de virtud, hasta el punto de
parecerme que es un estado de tibieza fatal, por el que Dios justamente me va
rechazando de su corazón cada día más. Y presiento que mi ruina es irreparable, ya que
no encuentro modo de salir de esto. ¡Ay de mí!, he perdido los caminos, los medios, los
apoyos, las normas; y, si trato de despertar mi memoria apagada, se me hace presente
una misteriosa dispersión; y me encuentro más perdido que antes, más incapaz de
levantarme, y la misteriosa oscuridad se hace más densa.
Dios mío, ¿y por qué agitas y remuerdes y vuelves a agitar de nuevo y desconciertas
con tanta violencia a esta alma turbada, a esta alma destruida desde hace tiempo y cuya
destrucción diría que está movida, causada y querida por tu mismo mandato y
permisión?
(19 de junio de 1918, al P. Benedetto
da San Marco in Lamis, Ep. I, 1033)

21 de junio

¡Ay!, padre mío, usted que sabe de Él, dígame, se lo suplico, no me eche en cara mi
dispersión, mi ansia, mi errar en busca de Él; no me eche en cara la falta de abandono de
este espíritu, que también desea con vehemencia su descanso más ciego y humilde en el
divino beneplácito; dígame, por caridad, ¿dónde está mi Dios? ¿Dónde podré
encontrarlo? ¿Qué puedo hacer para dedicarme a buscarlo? Dígame, ¿lo encontraré?
Dígame, ¿dónde debo posar este corazón mío, que se va enfermando de muerte y que
instintivamente lo siento en una afanosa y penosa búsqueda?
Oh Dios, oh Dios, no puedo decir otra cosa: ¿por qué me has abandonado? Este
espíritu, justamente golpeado por tu justicia divina, yace en una vehemente
contradicción, sin ningún recurso ni conocimiento, fuera de los fugaces relámpagos,
puestos para agudizar el sufrimiento y el martirio. Me siento morir, me abraso de ardor,
desfallezco de hambre, oh padre; pero me parece que ahora el hambre se va reduciendo
al solo deseo de uniformarme a la voluntad divina y del modo que Él quiera.
(19 de junio de 1918, al P. Benedetto
da San Marco in Lamis, Ep. I, 1033)

22 de junio

Ten paciencia todavía un poco más al soportar el estado de desolación espiritual; ten
paciencia al soportar las pruebas amorosas a las que Jesús, con admirable providencia,
para asemejarte a él, te va sometiendo; y verás que el Señor un día atenderá del todo tus
deseos, que son también los míos. No te impacientes si en ti la noche se va haciendo más
obscura y más lúgubre; no te asustes si no ves con los ojos materiales el cielo sereno que
envuelve tu alma; mira a lo alto, elevándote sobre ti misma, y verás resplandecer una luz
que participa de la luz del sol eterno.
La fe viva, la confianza ciega y la completa adhesión a la autoridad constituida por
Dios para ti, esta es la luz que iluminó los pasos del pueblo de Dios en el desierto; esta es
la luz que resplandece siempre en la parte más alta de los espíritus gratos al Padre; esta
es la luz que condujo a los magos a adorar al Mesías en su nacimiento; esta es la estrella
profetizada por Balaam; esta es la antorcha que dirige los pasos de los espíritus
desolados. Y esta luz y esta estrella y esta antorcha son también las que iluminan tu alma,
dirigen tus pasos para que no vaciles, fortifican tu espíritu en el amor divino; y, sin que el
alma se dé cuenta, se avanza siempre hacia el destino eterno. Tú no lo ves y no lo
comprendes, pero no es necesario. Tú no verás más que tinieblas, pero estas no son las
que envuelven al eterno sol. Mantente firme y cree que este sol resplandece en tu alma; y
que este sol es precisamente aquel del que el profeta de Dios dijo: «Y en tu luz, yo veré
la luz».
(22 de octubre de 1916, a
Assunta di Tomaso, Ep. III, 399)

23 de junio

No te desanimes si la intensidad de la prueba va en continuo aumento; tú crees y pones
tu corazón en el cielo, y puedes estar segura de que no hay peligro de desfallecimiento.
La prueba es dura y, ¿quién no lo ve? Pero, ¿qué hay que deducir de esto? ¿No es Dios
quien ordena todo y todo lo dispone para nuestro mayor bien? Entonces, anímate en el
momento de la prueba y espera un poco; el buen Dios escuchará nuestros deseos. ¿No
son muchos los que ha escuchado hasta ahora? Entonces, no podrá no acoger el último,
corona de todos los demás deseos.
¡Todavía un poco más! Este poco, ¿sabemos cuánto durará? ¡No nos importe, mi
buena hijita! Llegará cuando quiera el divino Esposo y cuando todos nos hayamos
transformados en Él. Pero con toda certeza llegará aquel «Me veréis».
Tú aférrate a las aseveraciones de la autoridad y basta. Ahora no hay otra ancla, no
hay otro piloto para conducir la navecilla del alma en el tempestuoso mar de este mundo.
Jesús quiere tu estado presente; quien ha sido llamado por Dios a dirigir tu espíritu te lo
ha asegurado. Y tú debes esforzarte por creerle. ¿Qué importa si tú no ves la luz en esto?
Tú no debes verla porque esto es lo mejor para ti.
(22 de octubre de 1916, a
Assunta di Tomaso, Ep. III, 399)

24 de junio

Las angustias y los momentos de calma que se van alternando, y que tú sientes en lo más
alto de tu espíritu, nacen del amor que impulsa y del amor que atrae. Por tanto, vive en
calma; y esa misma alternancia de sentimientos diversos en tu espíritu, a causa de la no
completa posesión del objeto y que causa el martirio interior que lacera al alma, hace que
sea soportado en paz, hasta poder decir con el profeta: «En paz mi amargura
amarguísima». Y abre también tu alma al eterno sol, y no temas sus rayos ardientes y
abrasadores. Te repito, queridísima hijita de mi corazón, que abras también tu alma a
este sol de infinita belleza, tú que tan ardientemente deseas abrir el capullo para dejar
salir de tan dura y oscura prisión la hermosísima mariposa.
(25 de mayo de 1918, a las
hermanas Campanile, Ep. III, 956)

25 de junio

El cristiano del gran mundo aprecia mucho los honores, las riquezas, las vanidades, las
comodidades y todo lo que puede ofrecer este vilísimo mundo. Oh, necio, recapacita,
recuerda que por el bautismo has renunciado al mundo, que estás muerto para él. El
Espíritu Santo que habla por boca de san Pablo te lo dice: «... Estáis muertos para el
mundo, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios».
Acuérdate, oh, necio, que no siempre la vida de quien vive con el espíritu de Jesús
permanecerá escondida y desconocida. Acuérdate de lo que está por venir en el día del
Señor: «Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis
gloriosos con él». «Queridos –escribía el apóstol predilecto san Juan confortando a los
fieles–, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos
que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es».
La certeza de gloria tan desmesurada, oh, insensato, ¿no te basta para hacerte entrar
en ti mismo y hacerte sentar la cabeza para el resto de tus días, de acuerdo a tu
vocación?
(16 de noviembre de 1914, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 226)

26 de junio

Las almas más afligidas son las predilectas del divino Corazón; y tú ten la certeza de que
Jesús eligió tu alma para ser la benjamina de su Corazón adorable.
En este Corazón tú debes esconderte; en este Corazón tú debes desahogar tus deseos;
en este Corazón debes vivir también los días que la providencia te conceda; en este
Corazón debes morir, cuando el Señor así lo quiera. En este Corazón yo te he vuelto a
poner; en este Corazón, pues, tú debes vivir, ser y moverte.
(31 de mayo de 1918, a las
hermanas Campanile, Ep. III, 961)

27 de junio

¡Qué feliz es el reino interno cuando ahí reina este santo amor! ¡Qué felices son las
potencias de nuestra alma cuando obedecen a un rey tan sabio! No, mi queridísimo
padre, bajo su obediencia y en su Reino, Él no permite que haya en nosotros ni pecados
graves ni afecto desordenado alguno, ni siquiera leve.
Es verdad que Él les deja acercarse hasta la frontera, con la finalidad de ejercitar las
virtudes internas en el combate para hacerlas más fuertes; es también verdad que Él
permite que los espías, que son los pecados veniales y las imperfecciones, corran de acá
para allá en su Reino; pero Él permite esto para darnos a conocer que, sin su ayuda,
seríamos presa de nuestros enemigos.
Humillémonos mucho, mi buen padre, y confesemos también que, si Dios no fuera
nuestra coraza y nuestro escudo, seríamos heridos enseguida por toda clase de pecados.
Y es por esto por lo que debemos apoyarnos siempre en Dios, perseverando en nuestros
ejercicios y aprendiendo a servir a Dios con nuestras propias fuerzas.
(23 de julio de 1917, al P. Benedetto da
San Marco in Lamis, Ep. I, 914)

28 de junio

El tiempo dedicado a la gloria de Dios y a la salvación de las almas no hay que
lamentarlo nunca, nunca es un tiempo desperdiciado. No te preocupes, por tanto, por
robarme el tiempo, porque el tiempo muy bien aprovechado, como acabo de decir, es el
que se emplea procurando la salvación y la santificación de las almas de los demás. Y yo
no sé cómo dar gracias a la piedad del Padre del cielo cuando me presenta almas, a las
que yo puedo ayudar de algún modo.
¡Oh, sí!, ¡hubiera agradado al cielo que todo el tiempo de mi vida lo hubiese empleado
en este santo ministerio, porque no me vería tan deforme a los ojos del Altísimo!
(31 de mayo de 1914, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 100)

29 de junio

«¡Oh, qué miserable soy! –exclamaba el gran vaso de elección, el Apóstol de los
gentiles–. ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?». No se puede dudar de que este
Apóstol ha sido uno de los más grandes santos y casi una estrella de primera magnitud en
el campo de la santa Iglesia. ¡Cuántas persecuciones, cuántos sufrimientos, cuántos
trabajos sufridos por Jesucristo! ¡Qué caridad ardiente, qué llamas de amor, qué fervor
ardiente por su honor! ¡Cuántas revelaciones, cuántas visiones, cuántos éxtasis y raptos
hasta el tercer cielo! Y, sin embargo, el santo Apóstol, rico de tan grandes virtudes y de
dones tan excelsos, prorrumpe en el lamento antes citado. Confiesa el Santo haber sido
apedreado, flagelado muchas veces, haber estado en peligro de naufragio en el mar,
llevado día y noche por las olas de una parte a otra: «Tres veces he sido azotado con
varas, una vez apedreado, tres veces he naufragado, he pasado un día y una noche a la
deriva en alta mar». Confiesa sus muchas noches en vela, sus muchos ayunos, el
hambre, la sed, la desnudez y los rigores del frío, tolerados por amor a Jesús: «A menudo
noches sin dormir, hambre y sed, muchos días sin comer, frío y desnudez». Manifiesta
que ha sido arrebatado al paraíso estando todavía en carne mortal: «Fue arrebatado al
paraíso, y oyó palabras inefables que el hombre no puede expresar». Llega incluso a
decir que él ya no vive en sí mismo, que sólo vive en Jesús, transformado en él por
amor: «Vivo yo y ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí».
Ahora dime, hijita mía, ¿qué le falta a este gran apóstol y doctor de los gentiles para
declararlo perfecto? Aunque él experimentaba en sí mismo un ejército, formado por sus
estados de ánimo, aversiones, costumbres e inclinaciones naturales, que conspiraba su
ruina y su muerte espiritual. Y, porque teme todo esto, demuestra que lo odia; y, porque
lo odia, no puede sufrir el dolor que le hace prorrumpir en la exclamación a la que se da
respuesta él mismo: que la gracia de Dios, por Jesucristo, lo preservará, no del temor, no
del terror, no de la lucha (cosas todas, mi amada hijita, que tú sientes), sino más bien de
la destrucción; y que no permitirá que sea vencido.
(18 de junio de 1917, a
María Gargani, Ep. III, 276)

30 de junio

Permanece siempre en la presencia de Dios por los modos que se te ha enseñado y se te
seguirá enseñando. Cuídate de las ansiedades e inquietudes, porque no hay cosa que nos
impida tanto caminar hacia la perfección. Pon dulcemente tu corazón en las llagas de
nuestro Señor, pero no a fuerza de brazos. Ten una gran confianza en su misericordia y
bondad, que Él no te abandonará nunca; pero no dejes por eso de abrazar fuertemente su
santa cruz.
Después del amor de nuestro Señor, yo te recomiendo el de la Iglesia, su esposa y
nuestra tierna madre; el de esta querida y dulce paloma, que sólo puede poner huevos y
hacer que nazcan pichoncitos para el Esposo. Agradece a Dios, cientos de veces al día, el
ser hija de la Iglesia. Pon tu mirada en el Esposo y en la Esposa; y di al Esposo: «Oh,
que eres el Esposo de una bella Esposa»; y a la Esposa: «Ah, que eres la Esposa de un
Esposo todo divino». Ten gran compasión de todos los pastores y predicadores de la
Iglesia, al igual que de todos los pastores de almas; y contempla, hijita mía, cómo están
diseminados por toda la tierra, porque no hay provincia en el mundo donde no haya
muchos. Ruega a Dios por ellos para que, salvándose ellos mismos, procuren con fruto la
salvación de las almas. Y en esto te suplico que no te olvides nunca de mí, cuando te
encuentres delante de Jesús, ya que él me da tanta voluntad de no olvidarme nunca de tu
alma.
(16 de enero de 1918, a
Antonietta Vona, Ep. III, 836)

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