El Santo Padre Pío de Pietrelcina era muy devoto de una especial imagen del Niño Jesús que tenía en su celda en San Giovanni Rotondo, donde vivía.
El Santo de los estigmas la llamaba Bambinello dei baci (Niñito de los besos) porque cada vez que estaba ante él lo besaba y le rezaba.
«Todas las fiestas de la Iglesia son hermosas… la Pascua, sí, es la glorificación… pero la Navidad posee una ternura, una dulzura infantil que me atrapa todo el corazón»
«¡Qué feliz me hace Jesús! ¡Qué suave es su espíritu! Pero yo me confundo y sólo consigo rezar y repetir: “Jesús, pan mío”»
«Sólo se oyen los vagidos y el llanto del niño Dios y con este llanto y estos vagidos ofrece a la justicia divina el primer rescate de nuestra reconciliación …»
«Que el Niño Jesús te colme de sus divinos carismas, te haga probar las alegrías de los pastores y de los ángeles y te revista todo con el fuego de esa caridad por la que se hizo el más pequeño de nosotros, y te convierta en un niño pequeño lleno de amabilidad, sencillez y amor»
«Que el dulcísimo Niño Jesús os traiga todas las gracias, todas las bendiciones, todas las sonrisas que plazca a su infinita bondad...»
«Jesús llama a los pobres y sencillos pastores por medio de los ángeles para manifestarse a ellos. Llama a los sabios por medio de su misma ciencia. Y todos, movidos por el influjo interior de su gracia, corren hacia él para adorarle. Nos llama a todos con las inspiraciones divinas y se comunica a nosotros con su gracia»
«Nuestra justificación es un milagro extremadamente grande que la Sagrada Escritura compara con la resurrección del Maestro divino. Sí, querida amiga, la justificación de nuestra impiedad es tal que bien podemos decir que Dios mostró su potencia más en nuestra conversión que en sacar de la nada el cielo y la tierra, pues hay más contraposición entre el pecador y la gracia que entre la nada y el ser. La nada está menos lejos de Dios que el pecador. Además, en la creación se trata del orden natural; en la justificación del impío, en cambio, se trata del orden sobrenatural y divino»
«Jesús es de todos, pero lo es con mayor razón para los pecadores. Nos lo dice él mismo: “No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”. “No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos”. “El Hijo del hombre ha venido a salvar lo que estaba perdido”. “Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión”»
«Nuestro Señor te ama tiernamente, hija mía. Y si no te hace sentir la dulzura de su amor, lo hace para que seas más humilde y te sientas despreciable. No dejes por ello de recurrir a su santa benignidad con toda confianza, especialmente en el tiempo en el que nos lo representamos como cuando era un niño pequeño en Belén. Porque, hija mía, ¿para qué toma esta dulce, amable condición de niño si no es para provocarnos a amarlo confidentemente y a entregarnos amorosamente a él?»
«Pidamos al Niño divino que nos revista de humildad, porque sólo con esta virtud podemos gustar este misterio relleno de divinas ternuras»
Las Sagradas Escrituras profetizan claramente la hora y el lugar de su nacimiento, y sin embargo el mundo está en silencio y nadie parece darse cuenta del gran evento.
«Un rayo del gran misterio de amor os invada a todos y os transforme en él» (Ep IV, 275).
Tú has hecho todo por amor, tú nos invitas a amar, a no hablar de otra cosa que de amor, darnos como pruebas de amor.
«El divino Infante renazca en su corazón, lo transforme con su santo amor y le haga digno de la gloria de los bienaventurados» (Ep IV, 214). El bebé celestial sufre y llora en la cuna para que el sufrimiento nuestro sea dulce, meritorio y aceptado.
«El celeste Niño esté siempre en su corazón, lo gobierne, lo ilumine, lo vivifique, lo transforme en su eterna caridad» (Ep IV, 508).
Vamos a prometer seguir los preceptos que nos llegan desde la gruta de Belén, que nos enseñan que todo lo de aquí abajo es vanidad de vanidades, nada más que vanidad!”
En Navidad, el rostro del Padre Pío se iluminaba. Sus labios dibujaban sonrisas de alegría
Su corazón no lograba contener la ternura, el amor por Jesús Niño. Oh, acerquémonos al Niño Jesús con corazón limpio de culpa, que, de este modo, saborearemos lo dulce y suave que es amarlo» (Ep II, 273).
¡Oh vayamos a postrarnos ante el pesebre, y junto con el gran San Jerónimo, que estaba inflamado con el amor del Niño Jesús, vayamos a ofrecerle todo nuestro corazón sin reservas.