1 de abril
El Señor está contigo, lucha contigo y por ti; y, con un guerrero así de fuerte, no nos está
permitido dudar del completo triunfo sobre el apóstata infame e impuro. Laméntate
sumisamente delante de Jesús; llama muy a menudo a su divino corazón hasta ser
inoportuno; pero recuerda también que su respuesta, que te la da a conocer por medio de
mí, no es diferente de aquella que dio al Apóstol de las gentes: «Te basta con mi gracia».
Sí, mantente vigilante sobre ti mismo; huye del ocio y de toda conversación viciosa; y, en
cuanto sea posible, evita acercarte a personas de otro sexo, teniendo siempre en tu mente
el dicho del Apóstol: que nuestras virtudes están encerradas en un vaso fragilísimo.
Retírate con frecuencia a tu interior y sé asiduo en la oración, en la meditación de las
cosas celestiales y procura llenar tu mente con lecturas sanas de los libros santos. Sobre
este último punto, te lo ruego con insistencia, sé más constante y no dejes de practicarlo.
Y en todo vive en paz contigo mismo, porque el enemigo, que pesca siempre en río
revuelto, se aprovecha de nuestro natural desánimo para conseguir mejor sus propósitos.
En resumen, procura comportarte en todo de modo que no quede sin fruto la gracia que
el Señor ha derramado en tu espíritu.
(21 de marzo de 1916, al P. Paolino
da Casacalenda, Ep. IV, 132)
2 de abril
Deseo que las humillaciones del Hijo de Dios y la gloria que le vino de las mismas sean el
objeto de tus meditaciones diarias. Consideremos los anonadamientos del Verbo divino,
el «cual –según la expresión de san Pablo–, siendo de condición divina», «habitando en
él corporalmente la plenitud de la divinidad», no consideró cosa vil abajarse hasta
nosotros, para elevarnos al conocimiento de Dios.
Este Verbo divino, por su plena y libre voluntad, quiso abajarse hasta hacerse como
nosotros, ocultando la naturaleza divina bajo el velo de la carne humana. Dice san Pablo
que de tal modo se humilló el Verbo de Dios que llegó como a aniquilarse: «Se aniquiló a
sí mismo tomando la condición de siervo». Sí, hermana mía, él quiso esconder de tal
forma su naturaleza divina que asumió en todo las semejanzas del hombre, sometiéndose
incluso al hambre, a la sed, al cansancio; y, para usar la misma expresión del Apóstol de
los gentiles: «Semejante a nosotros, probado en todo igual que nosotros, excepto en el
pecado».
Pero donde, más tarde, se manifestó el colmo de la humillación fue en su pasión y en
su muerte, en las que, sometiéndose con voluntad humana a la voluntad de su Padre,
soportó muchos ultrajes, hasta sufrir la muerte más infame, y muerte de cruz. «Se
humilló a sí mismo –según san Pablo–, obediente hasta la muerte y muerte de cruz».
Esta obediencia, por la dignidad del que obedecía, por lo arduo del mandato y por la
espontaneidad al obedecer al Padre del cielo, ya que no fue impulsado a ello por miedo al
castigo, pues es el Unigénito del Padre, ni seducido por el interés de alcanzar un premio,
pues es Dios en todo igual al Padre, agradó tanto al Creador eterno que lo exaltó
«dándole un nombre –dice el Apóstol–, que es superior a cualquier otro nombre».
(4 de noviembre de 1914, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 217)
3 de abril
Es únicamente en virtud de tal nombre que nosotros podemos esperar la salvación, tal
como los apóstoles declararon ante los judíos: «No hay bajo el cielo otro nombre dado a
los hombres por el que nosotros lleguemos a salvarnos».
El Padre eterno quiso someterle a él todas las criaturas: «Al nombre de Jesús toda
rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos».
Según el Apóstol, y así es, Jesús es adorado en el cielo: a este nombre divino, los
bienaventurados del cielo, impulsados por gratitud y amor, no cesan de repetir lo que el
evangelista Juan vio en una de sus visiones: «Cantan –dice él– un cántico nuevo
diciendo: Eres digno, oh Señor, de tomar el libro y abrir sus sellos, porque fuiste
degollado y nos compraste para Dios con tu sangre».
Este nombre santísimo es venerado en la tierra, porque todas las gracias que pedimos
en el nombre de Jesús son plenamente concedidas por el Padre eterno: «Y todo lo que
pidáis –nos dice el Maestro divino– en mi nombre al Padre, él lo hará».
Este nombre divino es venerado, quién lo podría creer, también en el infierno: porque
ese nombre es el terror de los demonios, que por él se encuentran vencidos y abatidos:
«En mi nombre expulsarán los demonios».
(4 de noviembre de 1914, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 217)
4 de abril
Por la obediencia de Jesús quiso el Padre del cielo que este nombre santísimo fuese
proclamado y creído por todas las criaturas: «Toda lengua –dice el Apóstol– proclame
que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre». ¿Y no es precisamente esto lo que
se verifica en el momento presente, cuando en todas partes se adora la cruz? También en
el último día, los condenados y los demonios, a la vista de la inmensa gloria de Jesús y al
experimentar su poder infinito, deberán tomar parte en esta proclamación.
También nosotros, si somos imitadores de Jesucristo afrontando todas las batallas de
la vida, participaremos en sus triunfos. Sí, concluyo con san Juan Crisóstomo, creamos
firmemente que el divino redentor está adornado de tan excelsa gloria, y, por tanto,
vivamos de su gloria, imitando sus ejemplos y siguiendo sus deseos. De lo contrario, de
nada nos aprovecharía el creer, si no correspondiera con él nuestro obrar.
(4 de noviembre de 1914, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 217)
5 de abril
Te exhorto a confiar más en la divina misericordia; humíllate ante la piedad de nuestro
Dios; y dale gracias por todos los favores que te quiera conceder. Obrando así, desafiarás
y vencerás todas las iras del infierno. No temas, mi queridísima hijita. Él, que te ha
ayudado hasta ahora, continuará su obra de salvación. ¿Sin la divina gracia habrías
podido superar tantas crisis y tantas guerras, a las que ha estado sometido tu espíritu?
Entonces, la misma gracia hará el resto; tú serás salvada y el enemigo se consumirá en su
rabia. En tanto, continúa orando y sufriendo según las divinas intenciones y de acuerdo a
la voluntad divina; el premio no estará lejos.
Te entristeces por el amor que tienes a Dios, que te parece que es menos que nada…
Pero, ¿cómo es, mi valiente hijita, que no sientes tú misma este amor en tu espíritu?
¿Qué es esa duda o, mejor, qué es ese deseo ardiente que tú misma me manifiestas?
Ahora bien, debes saber, mi querida hija, que, en lenguaje divino, el deseo de amor ya es
amor. ¿Quién ha puesto en tu corazón este deseo ardiente de amar al Señor? ¿Acaso los
deseos santos no vienen de lo alto? ¿O es que somos capaces por nosotros mismos de
suscitar en nosotros un tal deseo sin la gracia de Dios, que actúa dulcemente en
nosotros? Si en un alma no hubiera otra cosa que el profundo deseo de amar a su Dios,
en ella ya estaría todo: está Dios; porque Dios únicamente no está, no puede estar, donde
no está el deseo de su amor.
(14 de diciembre de 1916, a
Erminia Gargani, Ep. III, 664)
6 de abril
Y estate tranquila sobre la existencia de la caridad divina en tu corazón. Y si ese deseo
ardiente no queda satisfecho, si te parece que deseas siempre el amor perfecto sin llegar a
poseerlo, todo eso indica que tú no debes decir nunca: ¡ya basta!; quiere decir que no
podemos ni debemos detenernos en el camino del divino amor y de la santa perfección.
Tú sabes bien que el amor perfecto se adquirirá cuando se posea el objeto de ese
amor. Entonces, ¿por qué tantas ansiedades y tantos desánimos inútiles? Desea, desea
siempre ardientemente y con mayor confianza, y no temas (…).
¡Ah!, hijita mía, ¡no hagamos esta gran ofensa a la divina piedad! Te ruego, en el
dulcísimo Jesús, que no te dejes vencer por ese temor que te hace pensar que no amas a
Dios, porque de ese modo el enemigo te llevaría a una grave equivocación. Sé que en
este mundo ninguna alma puede amar dignamente a su Dios; pero, cuando esta alma
hace todo lo que está de su parte y confía en la divina misericordia, ¿por qué ha de
rechazarla Jesús? ¿No nos ha mandado él que amemos a Dios según nuestras fuerzas? Si
tú le has dado y consagrado todo a Dios, ¿por qué temer? ¿Porque no puedes hacer
más? Pero Jesús no te lo pide. Y, por otro lado, tú di a nuestro buen Dios que haga Él
mismo aquello que tú no puedes hacer. Di a Jesús: «¿Quieres de mí más amor? ¡Yo no
tengo más! ¡Dámelo tú y yo te lo ofreceré!». No dudes; Jesús aceptará tu ofrecimiento, y
tú queda tranquila.
(14 de diciembre de 1916, a
Erminia Gargani, Ep. III, 664)
7 de abril
¿Comenzar ahora a trenzar la corona, a incrustarle las perlas, a hacerla florecer? ¡Ay de
mí! La primavera ha pasado ya; no es la época. Mi alma fue sorda a la voz del Esposo
cuando este amorosamente la invitaba a seguirle, cuando el mal tiempo ya había pasado
y el invierno ya había transcurrido. Ella se durmió durante todo el tiempo de la
primavera; fue el sueño de los ingratos; y se despertó demasiado tarde. Buscó a su
amante en todas las cosas y, gracias a la bondad de Dios, lo encontró sentado en medio
de muchas almas predilectas que, teniendo las manos llenas de flores, le ofrecían los
perfumes.
Se dio cuenta del error cometido, se puso a seguirlo, ocupando el último lugar, y hasta
el presente no sabe qué ofrecerle, no teniendo nada propio. Con todo, fíjate en la bondad
de este amante divino, que no la rechaza, que la atrae hacia sí con gestos amorosos.
¿Pero, Dios mío, cómo corresponde ella a tantas finezas de amor? Con la ingratitud, eso
es todo. Mientras se lamenta, ella querría poner fin a sus infidelidades, pero está siempre
rodeada de infinitos peligros de serle de nuevo infiel.
(12 de diciembre de 1914, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 261)
8 de abril
No perdáis el ánimo por las pequeñas imperfecciones. Procurad estar siempre vigilantes
sobre vosotras mismas para no faltar; pero, si os dais cuenta de que habéis faltado, no
perdáis el tiempo en lamentos inú-tiles; arrodillaos ante Dios; avergonzaos de vuestra
poca fidelidad; pedid perdón a nuestro Señor; renovad el propósito de estar más atentas
en el futuro; y, después, levantaos enseguida y seguid adelante por el camino donde yo
os he puesto.
Convenceos, amadísimas hijas, de que las caídas y los pequeños movimientos de las
pasiones son ine-vitables mientras estemos en esta vida, porque en relación con esto el
gran apóstol san Pablo exclama al cielo: «¡Pobre de mí, qué infeliz soy! Hay en mí dos
hombres, el viejo y el nuevo; dos leyes, la ley del sentido y la ley del espíritu; dos
actuaciones, la de la naturaleza y la de la gracia. ¡Ah! ¿Quién me librará del cuerpo de
esta muerte?»
(25 de septiembre de 1917, a
Rachelina Russo, Ep. III, 505)
9 de abril
Hijas mías, es necesario resignarse a lo que hemos heredado de nuestros progenitores,
Adán y Eva. El amor propio nunca muere antes que nosotros, sino que nos acompañará
hasta la tumba. ¡Dios mío!, qué desgracia, hijitas mías, para nosotros, pobres hijos de
Eva. Es necesario sufrir permanentemente sus asaltos sensibles y sus prácticas secretas
mientras estamos en este mísero destierro. Pero, ¿para qué? ¿Quizá para tener que
desanimarnos y perder el valor y renunciar al camino del cielo? No, queridísimas hijitas;
tengamos ánimo; a nosotros nos basta con no consentir con una voluntad querida,
deliberada, firme y permanente.
Y esta virtud de la indiferencia es tan excelente que ni nuestro hombre viejo, ni la
parte emotiva ni la naturaleza humana según las facultades naturales han sido capaces de
conseguirla; ni siquiera fue capaz nuestro Señor, que, como hijo de Adán, aunque exento
de todo pecado y de toda pertenencia al mismo en su parte sensitiva y según las humanas
facultades, no fue de ningún modo indiferente; al contrario, deseó no morir en la cruz,
estando reservada la indiferencia ante esa clase de muerte al espíritu, a las facultades
inflamadas por la gracia, en suma a sí mismo, ya que él es el hombre de la gracia, el
hombre nuevo.
(25 de septiembre de 1917, a
Rachelina Russo, Ep. III, 505)
10 de abril
Mantente vigilante y no te abandones nunca presuntuosamente a ti misma ni confíes
demasiado en ti; procura avanzar cada vez más por el camino de la perfección y progresa
siempre en la caridad, que es el vínculo de la perfección cristiana; abandónate en brazos
de Dios Padre con confianza filial y ensancha tu corazón a los dones del Espíritu Santo,
que espera una señal tuya para enriquecerte con ellos.
Sí, obremos el bien; ahora es el tiempo de la siembra; si queremos recolectar mucho
es necesario, no tanto sembrar mucho, sino sobre todo esparcir la semilla en terreno
bueno. Nosotros ya hemos sembrado mucho, pero para nosotros es muy poca cosa si
queremos alegrarnos en el tiempo de la cosecha. Esparzamos, esparzamos aún, querida
mía, la otra semilla; y que por esto nada nos entristezca. Procuremos que esta semilla
caiga en campo bueno y, cuando el calor llegue a abrir esta semilla y haga de ella una
planta, estemos vigilantes y cuidemos mucho que la cizaña no la sofoque.
(10 de diciembre de 1914, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 257)
11 de abril
Piensa en aquel gran abandono que sufrió nuestro Señor en el huerto de los olivos, y
observa a este amado Hijo, que pide al Padre algún alivio; pero, sabiendo que el Padre
no quiere otorgárselo, ya no piensa en ello ni se decide a pedirlo; y, como si nunca
hubiera deseado ese alivio, retoma con valentía y coraje la obra de nuestra redención. En
los momentos de extrema desmoralización, pide también tú al Padre del cielo que te
conforte, que te consuele; y, si a Él no le place hacerlo, no pienses más en ello, pero
ármate de valor y reemprende la obra de tu salvación en la cruz, como si nunca te
tuvieras que bajar de ella y como si nunca pudieras ver sereno el horizonte. ¿Qué
quieres, hijita mía? Es necesario ver y hablar a Dios entre truenos y vientos huracanados.
Conviene verlo entre las zarzas y el fuego de los espinos; y para continuar, hijita mía, es
necesario descalzarse y renunciar enteramente a tu voluntad y a tus caprichos.
(6 de diciembre de 1917, a
Antonietta Vona, Ep. III, 828)
12 de abril
Es diabólica la preocupación que llena tu espíritu en relación con el cargo que te ha
confiado la obediencia y a las innumerables consecuencias que, por razón del mismo, te
han venido. Continúa obedeciendo, y así tendrás asegurado el mejor premio que pueda
prometerse a un alma que ama a Jesús. No debes admitir turbación alguna en tu espíritu
por ningún motivo, y menos por ese al que «me estoy refiriendo». Comprendo que el
alma en la cual habita Dios teme siempre ofender a Dios en cada paso que da; y este
temor se hace insoportable si se refiere al cumplimiento de las propias obligaciones. Pero
que esa alma se consuele, porque es precisamente ese temor el que le impedirá caer en
falta, si se decide a seguir adelante. Hermano mío, si permanecer en pie dependiese de
nosotros, seguramente que al primer soplo caeríamos en las manos de los enemigos de
nuestra salvación. Confiemos siempre en la piedad divina y experimentaremos cada vez
más qué bueno es el Señor.
Aquellas prácticas, aunque en sí mismas buenas, procura eliminarlas cada vez más de
ti, porque, si es cierto que en el pasado todo ha marchado según el corazón de Dios, no
se puede pensar lo mismo de cara al futuro. Es cierto que el sacerdote, hoy más que
nunca, debería estar asequible a todos; pero, hermano mío, para hacer esto se necesitaría
un gran acopio de virtud. Además, sabemos bien que el mundo es siempre maligno, y
nosotros no debemos dar motivo alguno para juicios malvados.
(9 de febrero de 1916, al P. Basilio da
Mirabello Sannitico, Ep. IV, 191)
13 de abril
Te pido cordialmente que no pierdas el tiempo pensando en el pasado. Si estuvo bien
empleado, demos gloria a Dios; si mal, detestémoslo y confiemos en la bondad del Padre
celestial. Más aún, te exhorto a tranquilizar tu corazón con el pensamiento consolador de
que tu vida, en aquella parte no bien vivida, ya ha sido perdonada por nuestro dulcísimo
Dios.
Aleja de tu corazón con todas tus fuerzas las turbaciones e inquietudes, pues de otro
modo todas tus prácticas de piedad resultarán poco o nada fructuosas. Convenzámonos
de que, si nuestro espíritu está turbado, son más frecuentes y directos los asaltos del
enemigo, que suele aprovecharse de nuestra natural debilidad para conseguir sus
objetivos. Estemos muy alerta en este punto, de no poca importancia para nosotros. En
cuanto nos demos cuenta de que estamos cayendo en el desánimo, reavivemos nuestra fe
y abandonémonos en los brazos del divino Padre, siempre pronto para acogernos si
recurrimos a Él con sinceridad.
(9 de febrero de 1916, al P. Basilio
da Mirabello Sannitico, Ep. IV, 191)
14 de abril
Te desvives por ser liberada de los enemigos que te rodean, porque todos ellos, como
enviados de Satanás, intentan hacerte prevaricar; la angustia que todavía sientes por verte
continuamente rodeada de ocasiones de ofender a Dios, yo te declaro que todo eso es
efecto de la gracia divina que el piadosísimo Señor ha derramado abundantemente en tu
corazón.
Todo esto es señal segura de que la caridad que el Espíritu Santo ha infundido en tu
espíritu no está muerta, sino vigilante. Semejantes anhelos, con la humildad que brota de
la baja estima de uno mismo, no pueden encerrar en modo alguno un engaño diabólico,
porque el desear ser liberada de los enemigos que intentan hacernos prevaricar y ofender
a Dios, el suspirar por verte libre de las ocasiones que ponen en dura prueba tu fidelidad
excluye absolutamente las artes del enemigo, que no puede ni sabe engendrar tales
sentimientos.
(28 de julio de 1914, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 138)
15 de abril
¿Acaso no ha asegurado el Señor que Él es fiel y que no permitirá jamás que seamos
derrotados?: «Fiel es Dios que no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas.
Antes bien, con la tentación os dará fuerzas suficientes para superarla».
¿Y cómo, hermana mía, se podría aceptar lo contrario? ¿Acaso Dios no es bueno,
mucho más de lo que nosotros podamos pensar? ¿No está Él mucho más interesado que
nosotros en nuestra salvación? ¿Cuántas veces nos ha dado prueba de ello? ¿Cuántas
victorias tú has conseguido sobre tus enemigos tan poderosos y sobre ti misma, gracias a
la asistencia divina, sin la cual habrías quedado irremediablemente aplastada?
Pensemos en el amor que Jesús nos tiene y en su interés por nuestra felicidad; y
quedémonos tranquilos y no dudemos de que él nos asistirá siempre con cuidado más
que paterno ante todos nuestros enemigos.
(28 de julio de 1914, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 138)
16 de abril
¿Cómo podré narrar las nuevas victorias de Jesús en mi alma en estos días? Me limito a
contarle lo que me sucedió el martes pasado. ¡Qué gran fuego encendido sentí en mi
corazón ese día! Pero sentí también que este fuego fue encendido por una mano amiga,
por una mano divinamente celosa. (…)
Terminada la misa, me entretuve con Jesús dándole gracias. ¡Oh, qué suave fue el
coloquio con el paraíso que tuve en aquella mañana! Fue tal que, aun intentando decirle
todo, no podría conseguirlo; hubo cosas que no se puede traducir a un lenguaje humano
sin que pierdan el sentido profundo y celeste. El corazón de Jesús y el mío, permítame la
expresión, se fusionaron. No eran ya dos corazones que palpitaban, sino uno solo. Mi
corazón había desaparecido como una gota de agua que se disuelve en el mar. Jesús era
el paraíso, el rey. La alegría en mí era tan intensa y tan profunda que no me pude
contener más; las lágrimas más deliciosas me llenaron el rostro.
Sí, padre mío, el hombre no puede comprender que, cuando el paraíso se derrama en
un corazón, este corazón afligido, exiliado, débil y mortal, no lo puede soportar sin llorar.
Sí, lo repito, la alegría que llenaba mi corazón fue tal que me hizo llorar largo y tendido.
Esta visita, créame, me reconfortó del todo.
(18 de abril de 1912, al P. Agostino
da San Marco en Lamis, Ep. I, 272)
17 de abril
Toda tu vida se vaya gastando en la aceptación de la voluntad del Señor, en la oración,
en el trabajo, en la humildad, en dar gracias al buen Dios. Si volvieras a sentir que la
impaciencia se instala en ti, recurre inmediatamente a la oración; recuerda que estamos
siempre en la presencia de Dios, al que debemos dar cuenta de cada una de nuestras
acciones, buenas o malas. Sobre todo, dirige tu pensamiento a las humillaciones que el
Hijo de Dios ha sufrido por nuestro amor. El pensamiento de los sufrimientos y de las
humillaciones de Jesús quiero que sea el objeto ordinario de tus meditaciones. Si
practicas esto, como estoy seguro que lo haces, en poco tiempo experimentarás sus
frutos saludables. Una meditación así, bien hecha, te servirá de escudo para defenderte
de la impaciencia, aunque el dulcísimo Jesús te mande trabajos, te ponga en alguna
desolación, quiera hacer de ti un blanco de contradicción.
(6 de febrero de 1915, a
Annita Rodote, Ep. III, 54)
18 de abril
Tres cosas debes alejar de ti. La primera de la que te tienes que salvaguardar, es de
litigar, de discutir; si te comportas de otro modo, ¡adiós paz, adiós caridad! Querer
permanecer aferrada arrogantemente a la propia opinión es siempre fuente y principio de
discordia. Ante este vicio maldito, san Pablo nos exhorta a permanecer unánimes con un
mismo afecto.
Cuídate, además, del amor de vanagloria, vicio propio de las personas devotas. Él nos
empuja, sin que nos demos cuenta, a figurar siempre más que los otros, a ganarnos la
estima de todos. También san Pablo alertó a sus queridos filipenses cuando dijo: «Nada
hagáis por vanagloria».
Este gran santo, lleno del Espíritu del Señor, veía en toda su amplitud el mal que este
maldito vicio podría acarrearles a esos santos cristianos, si lograra penetrar en sus
espíritus; y, como consecuencia, quiso ponerlos sobre aviso: «Nada hagáis por
vanagloria».
A este maldito vicio, verdadera carcoma, verdadera polilla, del alma devota, oponle tú
el desprecio de esa vanagloria. No quieras oír muchas cosas sobre ti: la baja estima de
uno mismo, considerando a todos mejores, es el único remedio para preservarnos de este
vicio.
Finalmente, es necesario cuidarse de otra cosa no menos peligrosa que este vicio,
porque encierra en sí el germen infausto de la división. Esta última cosa de la que hay
que precaverse es la de anteponer siempre la propia utilidad a la de los demás, porque el
anteponer el provecho propio al de los demás tiende siempre y necesariamente a la
ruptura de ese hermoso vínculo que es la caridad; vínculo que debe unir siempre a las
almas cristianas, ya que la caridad, al decir de san Pablo, es «vínculo de perfección».
(4 de noviembre de 1914, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 217)
19 de abril
Detengámonos un poco en la virtud del amor a Dios. ¿Qué es este amor? Antes de dar
una respuesta a esta pregunta, es necesario tener presente que uno es el amor sustancial a
Dios y otro el amor accidental; y que este último a su vez se distingue en amor accidental
sensible y en amor accidental espiritual. Hecha esta distinción, vayamos ahora a
responder a la pregunta antedicha.
El amor sustancial a Dios es el acto simple y sencillo de preferencia, con el que la
voluntad antepone a Dios a toda otra realidad, a causa de su infinita bondad. El que ama
de este modo a Dios, lo ama con amor de caridad sustancial. Pero, si a este amor
sustancial a Dios se une la suavidad, si esta suavidad se contiene y se queda toda ella en
la voluntad, tendremos entonces el amor accidental espiritual. Si dicha suavidad
desciende además al corazón y se hace sentir con ardor, con dulzura, tendremos
entonces el amor accidental sensible.
(9 de enero de 1915, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 291)
20 de abril
Dios quiere conquistarnos para sí haciéndonos probar dulzuras abundantísimas y
consuelos en todas nuestras devociones, tanto en la voluntad como en el corazón. ¿Pero
quién no descubre los graves peligros que amenazan a semejante amor a Dios? Es fácil
que la pobre alma se aferre a la accidentalidad de la devoción y del amor a Dios, sin
preocuparse nada o casi nada de aquella devoción y de aquel amor sustancial, que son
los únicos que la hacen amada y agradable a Dios.
Ante este grandísimo peligro, nuestro dulcísimo Señor acude rápidamente con
esmerada solicitud. Cuando ve que el alma se ha fundamentado bien en su amor, y que
se ha enamorado y unido a Él, viéndola ya apartada de las cosas terrenas y de las
ocasiones de pecar, y que ha alcanzado virtud suficiente para mantenerse en su santo
servicio sin esas recompensas y esas dulzuras del sentido, queriendo llevarla a una
santidad de vida mayor, le quita esa dulzura de afectos, que hasta ese momento ha
experimentado en todas sus meditaciones, oraciones y otras devociones suyas; y lo que
es más doloroso para el alma en esta situación es el perder la facilidad para hacer oración
y para meditar y el ser dejada a oscuras en una aridez total y dolorosa (…).
Dios mío, ¡qué fácil le ha sido engañarse! Lo que la pobre alma llama abandono no es
otra cosa que un singularísimo y especialísimo cuidado del Padre celestial para con ella.
Este paso suyo no es sino un inicio de contemplación, árida al principio, pero que pronto,
si es fiel, porque será llevada del estado meditativo al contemplativo, se le convertirá en
suave y gustosa.
(9 de enero de 1915, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 291)
21 de abril
¿Cómo puede ser, padre, que, cuando estoy con Jesús, no todo aquello que intento
pedirle con voluntad decidida me viene a la mente? Además, siento un vivísimo dolor
ante esta desmemoria. ¿Cómo explicarlo? Nadie, hasta el presente, ha podido
convencerme del todo.
Escuche, además, una cosa más extraña todavía. Cuando estoy con Jesús, también se
me ocurre pedir a Jesús cosas que nunca habían pasado por mi mente, y también
presentarle personas que, no sólo no han estado nunca en mi pensamiento, sino que,
además, lo que me deja más maravillado, nunca las he conocido ni he oído hablar de
ellas.
Y quiero, además, dejar constancia de que, cuando me sucede esto, no me consta en
ningún caso que Jesús no me haya concedido lo que le he pedido para bien de esas
personas.
(21 de abril de 1915, al P. Benedetto
da San Marco in Lamis, Ep. I, 569)
22 de abril
¡Qué felicidad tan grande la de servir a Jesús en el desierto, sin maná, sin agua y sin otros
consuelos que los de estar bajo su guía y sufrir por él! Que la Virgen Santísima pueda
nacer en nuestros corazones para regalarnos sus bendiciones.
Durante este estado de aridez y de desolación de espíritu, no te inquietes por no poder
servir a Dios según tu querer; ya que, adaptándote a sus deseos, tú le sirves de acuerdo
al suyo, que es bastante mejor que el tuyo. No nos debe preocupar ni angustiar ser de
Dios de una manera más que de otra. Y esto porque nosotros no buscamos más que a Él,
y no lo encontramos menos cuando caminamos en tierra árida y por desiertos que
cuando caminamos sobre las aguas de las consolaciones sensibles. Como consecuencia,
es necesario vivir contentos lo mismo en un camino que en el otro.
(11 de enero de 1917, a
Lucia Fiorentino, Ep. III, 480)
23 de abril
Déjate guiar amorosamente por la divina providencia, ya sea que te quiera hacer caminar
por tierra y por desiertos, ya sea por las aguas de las consolaciones sensibles y
espirituales. Ten en tu mano tu «bouquet» («ramo»); pero, si se presenta algún otro olor
delicioso, no dejes de olerlo, dando gracias, porque el «bouquet» se lleva para no
quedarse por mucho tiempo sin algún consuelo y placer espiritual.
Mantente firme en todas las situaciones a las que Jesús quiera llevarte para que tu
corazón sea totalmente para él; no hay cosa mejor que esta. Despójate, pues, de todas
las cosas que te esclavizan, a base de renuncias continuas a tus afectos terrenos; y
convéncete de que el rey del cielo te ofrecerá sus regalos para atraerte a su amor.
Veo en tu corazón una resolución profunda de querer servir a Dios; y esto me
garantiza que tú serás fiel en los ejercicios de la santa devoción y en el esfuerzo
constante por adquirir las virtudes. Pero te recuerdo una cosa, que tú ciertamente no
ignoras. Cuando te encuentres con fallos por motivos de enfermedad, no debes de ningún
modo extrañarte, sino que, detestando por un lado la ofensa que Dios recibe, debes, por
el otro, conseguir cierta humildad gozosa, al ver y conocer nuestra miseria.
(12 de enero de 1917, a
Erminia Gargani, Ep. III, 669)
24 de abril
No pienses, mi queridísima hijita, en las arideces, desánimos y tinieblas desalentadoras
que a menudo afligen tu espíritu, porque son queridas por Dios para tu mayor bien. Un
día la Magdalena hablaba al divino Maestro y, sintiéndose alejada de él, lloraba y lo
buscaba y estaba tan ansiosa por verlo que, viéndolo, no lo veía, y creía que aquel
hombre era el hortelano.
Es lo que te sucede a ti. ¡Ánimo!, mi buena hijita, no te inquietes por nada. Tienes en
tu compañía a tu divino Maestro; no estás separada de él. Esta es la verdad y la única
verdad. ¿De qué temes? ¿De qué te lamentas? ¡Ánimo, pues! Ya no puedes ser ni una
niña ni siquiera una mujer; hay que tener un corazón varonil; y hasta que tengas el alma
firme en la voluntad de vivir y de morir en el servicio y el amor a Dios, no te inquietes ni
de las limitaciones ni de cualquier otro impedimento.
La Magdalena quería abrazar a nuestro Señor; y este dulce Maestro, que se lo había
permitido en otras ocasiones, esta vez le interpone un obstáculo, un impedimento: «No –
le dice– no me toques, porque aún no he ascendido a mi Padre».
(18 de agosto de 1918, a
Antonietta Vona, Ep. III, 871)
25 de abril
Las tentaciones y las tempestades que rondan en tu cabeza son signos seguros de la
predilección divina. El temor que tienes a ofender a Dios es la prueba más segura de que
no le ofendes.
Confía con confianza ilimitada en la bondad divina y, cuanto más intensifique el
enemigo los ataques, más debes abandonarte confiadamente en el pecho del dulcísimo
esposo celestial, que no permitirá jamás que seas vencida. El mismo Dios lo ha
proclamado solemnemente en la Sagrada Escritura: «Fiel es Dios, que no permitirá que
seáis tentados sobre vuestras fuerzas. Antes bien, con la tentación os dará fuerzas
suficientes para superarla».
Convencerse de lo contrario es una infidelidad, y Dios nos guarde de caer en
semejante aberración. También san Pablo se inquietaba y pedía ser liberado de la dura
prueba de la carne: también él temía intensamente sucumbir, ¿pero acaso no se le
garantizó que la ayuda de la gracia le bastaría siempre?
Nuestro enemigo, juramentado en daño nuestro, quiere persuadirte de todo lo
contrario, pero desprécialo en nombre de Jesús y ríete con ganas de él. Este es el mejor
remedio para hacerle batirse en retirada. Él se hace fuerte con los débiles, pero con quien
se le enfrenta con el arma en la mano se vuelve un bellaco. Teme no obstante, pero con
temor santo, quiero decir con el temor que no está nunca separado del amor. Cuando
ambos, el temor y el amor, están unidos entre sí, se dan mutuamente la mano, como dos
hermanas, para mantenerse siempre en pie y para caminar seguros por los caminos del
Señor.
(25 de abril de 1914, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 76)
26 de abril
El amor nos hace correr a gran velocidad, el temor en cambio nos hace mirar con
prudencia dónde se pone el pie, guiándonos para no tropezar nunca en el camino que nos
lleva al cielo. Sé que la cruz, queridísima hermana mía, es dolorosa, y para los amantes
resulta casi insoportable la que pone en peligro de ofender a Quien se ama y se adora;
pero Jesús, tentado en el desierto y colgado de la cruz, es una prueba clarísima, luminosa
y muy consoladora de lo que te aseguro en nombre del tiernísimo Esposo de las almas,
es decir, que las tempestades de esta vida para un alma que busca a Dios en todo, y lo
desea sobre todas las cosas, que lo quiere a Él solo en su corazón, que suspira por
hacerle reinar como monarca en el centro de su espíritu, y que desea ardientemente ser
poseída entera y totalmente por sólo él, y que en esto es mucho más celosa que lo que
suele suceder entre dos amantes perdidamente dedicados al amor, digo que todo esto es
un signo clarísimo del singular amor y excepcional misericordia de la amorosa
providencia de Dios, que no a todas las almas, incluso particularmente privilegiadas,
concede.
(25 de abril de 1914, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 76)
27 de abril
Ánimo, pues, y adelante. Dios está contigo, y el infierno, el mundo y la carne deberán
para propia confusión arrinconar un día las armas y confesar una vez más que no pueden
hacer nada contra el alma que posee y es poseída por Dios. (…)
La guerra contra ti, querida mía, está declarada y es necesario vigilar a todas horas,
oponerle una fuerte resistencia, teniendo siempre la mirada de la fe orientada al Dios de
los ejércitos, que lucha contigo y a tu favor, y tener confianza ilimitada en la bondad de
Dios, porque la victoria es segurísima. ¿Y cómo convencerse de lo contrario? ¿No está
nuestro Dios más interesado que nosotros mismos en nuestra salvación? ¿No es Él más
fuerte que el mismo infierno? ¿Quién podrá resistir y vencer alguna vez al monarca del
cielo? ¿Qué son el mundo, el demonio, la carne, todos nuestros enemigos, delante del
Señor?...
(25 de abril de 1914, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 76)
28 de abril
Tú dices que no sabes distinguir si los rayos de luz que a veces se producen en el fondo
de tu espíritu provienen de Dios o vienen de otros, temiendo estar engañada en todo a
causa de tu sutil amor propio.
Pues bien, he aquí los signos para conocer si esos rayos de luz provienen del Padre de
las luces. Estos signos se reducen a tres. El primero es que esas luces producen un
conocimiento cada vez más admirable de Dios, el cual, en la medida en que se nos
revela, nos concede una idea cada vez más alta de su incomprensible grandeza. En
resumen, esa luz nos lleva a amar cada vez más a Dios nuestro Padre y a sacrificarnos
cada día más por su honor y por su gloria. El segundo signo es un conocimiento cada vez
mayor de nosotros mismos, un sentimiento cada vez más profundo de humildad ante el
pensamiento de que una criatura tan vil haya tenido la osadía de ofenderle, y que se
atreva todavía a dirigirle la mirada, a observarlo. El tercero es que estos rayos celestiales
producen en el alma un desprecio cada vez mayor de todas las realidades terrenas,
exceptuadas sólo aquellas que pueden ser útiles para el servicio de su Dios.
Por tanto, si esos rayos de luz producen estos tres efectos en el alma, retenlos como
provenientes de Dios. Estos efectos no pueden de ningún modo producirlos en el alma ni
el enemigo ni mucho menos nuestra fantasía y nuestra imaginación.
(25 de abril de 1914, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 76)
29 de abril
Te ruego, pues, que te consueles también tú con este divino pensamiento: que tus penas
espirituales y físicas son la prueba del querer divino, que desea por ese camino
conformarte más al prototipo divino, a Jesucristo. (…)
Para quien espera en el Señor sentirse tranquila de conciencia, no puede provenir más
que del mismo Dios. Te sirva esto de respuesta a tu otra pregunta.
No sentir atracción alguna por algún lugar de este mundo terrenal no puede tener
como autor a otro fuera de Dios, que quiere separar al alma de todo lo que no sea Él.
(28 de septiembre de 1915, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 500)
30 de abril
El camino trazado por el apóstol al cristiano es el de despojarse de los vicios del hombre
viejo, es decir, del hombre terreno, y de revestirse con las virtudes enseñadas por
Jesucristo. En cuanto a despojarse de los vicios, él dice: «Mortificad vuestros miembros
terrenos». El cristiano santificado por el bautismo no queda libre de las rebeliones de los
sentidos y de las pasiones; de aquí surge la necesidad imperiosa de mortificar nuestras
pasiones mientras se está en esta vida.
El mismo santo Apóstol experimentó en sí mismo bastante duramente la rebelión de
los sentidos y de las pasiones, por lo que emitió este lamento: «Yo mismo con la mente
sirvo a Dios y con la carne sirvo a la ley del pecado (es decir, a la ley de la
concupiscencia)». Como si hubiera querido decir: yo mismo soy siervo de la ley de Dios
con la mente, pero con la carne estoy sometido a la ley del pecado. Todo lo cual va dicho
para consuelo espiritual de tantas pobres almas que, asaltadas por la ira o por la
concupiscencia, sienten en sí mismas un doloroso contraste: no quisieran sentir, ni tener
esos movimientos, esos rencores, o esas vivas imaginaciones, esos sentimientos
sensuales; pobrecillas, sin que ellas lo quieran, en ellas surgen y se contraponen,
experimentan una propensión en sí violenta al mal en el acto en que quieren hacer el
bien.
Entre estas pobrecillas hay algunas que creen ofender al Señor al sentir en sí esa
propensión violenta al mal. Consolaos, almas elegidas, en esto no hay pecado, porque el
mismo santo Apóstol, vasija de elección, experimentaba en sí mismo ese horrible
contraste: «Encuentro en mí –dice él–, en el acto de querer obrar el bien, una fuerza que
me inclina al mal». Sentir los estímulos de la carne, incluso de forma violenta, no puede
constituir pecado cuando el alma no se determina a ello con el consentimiento de la
voluntad.
(16 de noviembre de 1914, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 226)
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